La mayor y la peor
Durante años, esa frase me acompañó como una sombra. Me la decía mi madre. A veces de broma, otras con un deje de frustración que no sabía bien cómo encajar. Yo soy la primera de tres, la más parecida a ella y, paradójicamente, la que más conflicto le genera.
Hace poco, en una conversación adulta —de esas llegan cuando una lleva tiempo en terapia y otra, en sus propios duelos—, le conté que me costaba valorarme, que no siempre me creía suficiente. Ella me miró con extrañeza, para ella siempre fui la más atrevida de sus hijas, como diría ella "la más echada para adelante". Entonces me vino la frase que tantas veces me había escupido en la infancia y se la recordé.
Se quedó en silencio. Me pidió perdón. Me dijo que tenía razón y que a ella también se lo había dicho su madre. Lo hizo con sinceridad y sorpresa, como si nunca hubiera imaginado que algo tan cotidiano pudiera haber dejado huella. Como si por primera vez se permitiera mirar atrás y ver que, sin querer, también repitió lo que tanto le había dolido.
Ahí entendí que aquella frase no nació conmigo. Pasó de mi abuela a mi madre y de mi madre a mí, sin que nadie la cuestionara.
Yo también encajo en el arquetipo que Blanca Lacasa llama "hija horrible". Por haberme ido, por decir que no, por no repetir el guión. Soy la hija rebelde. La que discute y cuestiona. La que carga con responsabilidades y con culpas que no son suyas.
Cuando me fui de casa —una salida tormentosa, como casi todas las que importan— lo hice porque necesitaba aire. Sentía que allí no podía hacer una vida adulta. Mi madre no lo entendía. Me decía que qué necesidad tenía, si allí lo tenía todo. Y yo pensaba: Ella, que se fue de casa con 19 años, ¿no entiende que yo necesite irme con 30? ¿Se olvidó de la urgencia de respirar por cuenta propia? ¿O es que ahora es distinto, porque yo soy su hija?
Poco después me dijo: Desde que te fuiste me siento perdida. Llevo 30 años siendo madre y ahora no sé qué hacer.
Esa frase me atravesó. Por todo lo que revelaba sobre ella, de lo que dejó en pausa durante décadas, de la identidad construida en torno a nosotras. De lo que el sistema le enseñó que la completaba como mujer. La importancia de esas palabras, que ni ella misma entendía, pero que a mi me hicieron entenderlo todo.
Entendí que muchas madres se sienten perdidas cuando sus hijas se van porque proyectaron en ellas sus sueños, miedos y frustraciones. Cargandolas con el sentido de sus propias renuncias. No es culpa suya, ni nuestra. Es un sistema que no les dejó ser más cosas, ni elegirse a sí mismas.
Recuerdo que, en la universidad, mi madre me preguntó si quería ser madre. Le dije que no sabía, que probablemente no. Me llamó egoísta, convencida, como quien repite una verdad aprendida. Ahora entiendo que esa idea de que "ser madre es lo más importante" es una trampa hereditaria impuesta.
Durante mucho tiempo pensé que el problema era mío. Luego creí que era de mi madre. Ahora sé que no era de ninguna. Venía de más atrás. De lo que a ella también le exigieron. De los silencios que aprendió a no nombrar.
Mirar hacia atrás con compasión me ha permitido entender que nuestras madres también fueron hijas, moldeadas por expectativas, mandatos y silencios. Aprendieron a querer como les enseñaron: desde el sacrificio y la entrega total. Humanizar a mi madre ha sido un paso para entenderme. Reconocer que no solo fue madre, sino mujer e hija. Que su forma de maternar estuvo condicionada por una época, una cultura y unos mandatos que, con suerte, nosotras estamos empezando a cuestionar.
Quizá ser "la mayor y la peor" solo significaba ser la primera que rompió el molde.