Opinión

Karaokes

LOS KARAOKES son los apóstatas de la noche. Da igual la música o gustos que se lleven. No son 'cool' ni lo pretenden. Hace poco entré en uno en mi Compostela natal y ahí sigue, resistiendo el paso de las décadas con la misma personalidad de siempre. Por eso cruzar sus puertas es viajar a un pasado de suelos enmoquetados, paredes de espejo y adornos rococós, donde unos sofás acribillados por cigarrillos nos recuerdan que, en este caso hace no mucho, se podía fumar dentro. También están trasnochados los vídeos que acompañan a las canciones y que acaban de conferir al local ese aire de decadencia que lo caracteriza. Una imperturbabilidad que contrasta, en cambio, con lo variopinto de su fauna. Porque tanto nos podemos encontrar una reunión de emperifolladas señoras que se desgañitan con una copla de Rocío Jurado como a ese cuarentón que ahoga sus penas en whisky con agua y que, como a Sabina, le acaban dando las dos y las tres... También está ese grupo de jóvenes que comparten una cerveza y aúllan al son de una canción de Bon Jovi, sin olvidarnos, por supuesto, del experimentado profesional del karaoke que monopoliza el micrófono y al que los camareros llaman por su nombre. Aquel que cosecha aplausos tras entonar un tema de Jimmy Fontana que lleva desgranando desde mucho antes de que los chavales anteriores estuviesen en el vientre materno. En definitiva, una clientela que no entiende de edad ni condición y que se ampara en la oscuridad del local -y a veces en el alcohol- para desprenderse de cualquier rubor y dar rienda suelta al cantante que lleva dentro. 

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