Opinión

Perros rabiosos

ME DICE AGUSTÍN que está algo cansado, que ya ha enterrado muchos “perros” a lo largo de su vida. Me asegura que el año que viene lo deja todo y se larga, cual vaquero que ciñe su sombrero bajo el símbolo puro de una luz crepuscular. 

Me indica que “hasta aquí hemos llegado”, y yo le digo “bienvenido al club de los imposibles”. A veces la vida es una puta triste que le sonríe al fanático, al farsante y luego, al verte tirado, pasa de largo como si tal cosa. Lo cierto es que estoy a un paso de tener la convicción absoluta de que el ser humano ha perdido por completo su facultad para seducir a sus semejantes. 

La Navidad se ha convertido en un tumulto de regalos, una guirigay comparable a una vorágine de compras, de mercantilismo desalmado, exagerado, sin espiritualidad ni apariciones solidarias, sin fantasía. Pasan las celebraciones y el objeto continúa siendo el mismo: mucho hablar de buenas intenciones para enseguida sentarnos cómodamente en un asiento cualquiera que nos ayude a olvidar lo fundamental de la vida. 

Agustín visita a los enfermos de los hospitales de su ciudad porque le sale a él de dentro, porque le gusta ayudar al semejante. Hace unos días me pidió un poema navideño para recitárselo a Lucía, una niña de 6 años infectada de legionela, sin padre y con una madre que lleva 5 años en el paro, subsistiendo a base de ayudas y el encanto de personas como él, individuos que roban horas a su vida para ganarlas al lado de otras personas que están atravesando por dificultades apremiantes. 

Y pese al buen humor que Agustín le regala a los demás, él no duda en señalarme que ha tenido un día malo, malísimo, y que mañana será otro día. Perra vida y perros argumentos para ir tirando. Yo le aseguro que lo que hace él no lo hace cualquiera, que al menos él cumple y no se queda esperando plácidamente en el sofá a que las cosas se solucionen por sí mismas. 

Pero él no se consuela fácilmente. Acaso porque pertenece a ese tipo de personas que se involucran con las lacras que asolan esta sociedad de bocinas y panderetas (una confusión deforme que jamás evalúa las faltas propias, aunque siempre las ajenas). 

“La caridad comienza por nosotros mismos, y la mayoría de las veces acaba donde empieza”, expresó sobre este asunto el poeta y novelista inglés Horace Smith. Yo lo único que puedo decirte, estimado Agustín, es que nunca he sido bueno animando a nadie, aunque siempre he sido un gran enterrador de “perros rabiosos”.

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