Opinión

Crecemos

Los comicios electorales son como aquella rave ilegal de La Peza (Granada): todo retumba y es dominado por el ruido y, aunque nos quejemos de tanto petardeo, en el fondo lo único que queremos es apuntarnos a echarse unos bailes entre las urnas. O deberíamos: demasiado elevado es el coste de los derechos para andarlos mangoneando.

Lo que nadie sabe es que los comicios verdaderamente decisivos se celebraron hace ya, por lo menos, siete u ocho años en el aula de 5º A de mi colegio. Teníamos que organizar unas elecciones para un proyecto de Sociales. No sin ganas ni rasguños en las rodillas, nos montamos el tinglao completo: partidos políticos, campaña y hasta monedas enormes de chocolate para cada integrante de la lista ganadora.

En mi grupo decidimos bautizar nuestra propuesta electoral como Crecemos. Aquel partido del señor con coleta que, por entonces, todavía gateaba nos lo había puesto demasiado fácil. Bendita la elocuencia y quien la considere un arte: aquellas elecciones las ganamos por mayoría absoluta Nico, Koke y yo.

No éramos conscientes, entonces, de que habíamos reparado, casi sin querer y de casualidad, en algo que marcaría la vida que llegó después. Los moraditos –ni el color del logo nos molestamos en cambiar–, tan expertos en nuestra ignorancia, utilizamos aquello de crecer durante nuestra campaña para reafirmarnos como niños; sin saber, todavía, que crecer no es cosa solamente de la infancia. Lo que cambian las cosas en un año cantan los Carolina Durante: en diez, ya ni te cuento. Quién nos diría, a mi abuela y a mí, que ahora me hago yo los bocadillos y que, aún sabiendo de qué va la vida, me quiero lanzar de cabeza.

Para mí, que hui a Madrid en cuanto tuve la oportunidad, volver a Pontevedra es preguntarse siempre quién abandonó antes a quién. En qué momento aquel parque empedrado dejó de ser suficiente y en qué momento dejé de serlo yo para aquel lugar. En esta vida en la que no dejamos de crecer, volver a casa de los abuelos es apoyarse en los bordes de la cinta de correr, mientras sigue rodando exagerada, y respirar, mirar hacia atrás y comprobar que estén bien atados los cordones antes de volver a la carrera.

Dan igual los cambios de gobierno y de clima: yo sigo sentándome siempre a la derecha de mi abuela y ella, que es una mujer de costumbres, sigue utilizando cada día su tenedor preferido para comer. No importan los incendios o las romerías: su cocina huele siempre a tabaco y leña húmeda.

No sé a quién va a votar mi abuelo mañana, pero puedo hacerme una idea. Hace años que dejamos de hablar de política: ambos hemos aceptado ya que queremos el mismo futuro para dos Españas distintas. Tampoco es que hablemos mucho de costumbre, él es un hombre de pocas palabras. Mi abuelo es la única persona que conozco por la que pasan igual los inviernos que los veranos. Un tío elegante; de pantalón de obra, camisa de raya diplomática y puro entre los labios. Es de esa gente que no se ofende cuando lo llaman señor: cómo va a ofenderse si se ha ganado ese respeto a base de años de trabajo. Él es quien me enseñó a ser un hombre cada día al renunciar a una masculinidad tóxica y ridícula para no cabrear a mi abuela (aunque nunca llegara a conseguirlo).

Es ahora, con su enfermedad y mi novata madurez, cuando he empezado a comprender sus largos silencios. Lo conozco un poco más cada vez que se deja entrever en un suspiro largo o una mirada de cansancio. Ahora compartimos el miedo y hasta algún que otro abrazo. Incluso hemos empezado a llamarnos de vez en cuando para mentirnos un rato: él me dice que se encuentra bien y yo le respondo que seguro que encuentro algún hueco para volver pronto a la aldea.

Crecer es todo eso que ocurre hasta que uno vuelve a casa para estrechar a su familia entre los brazos del niño que algún día fue y verse, tan cambiados de un momento a otro, con los ojos de la experiencia que ha adquirido mientras ha estado fuera. Crecer es descubrir de repente, un domingo cualquiera, que a mi abuelo sí que le gustan los abrazos aunque no sepa pedirlos. Comprender que su manera de querer consiste en pasar por nuestras vidas de puntillas, intentando no hacer ruido para no molestar, mientras nos quita las piedras del camino con su –aparente– calma eterna.

Mientras tanto yo, que mido la madurez de las personas en cómo miran su pasado, tendré que aprender a nadar en mis sueños, como escribió Neruda, siempre que esté lejos de Galicia. Seguiré volviendo cada vez que tenga oportunidad para pedirle a mi abuela que me cocine conejo con puré, con la esperanza de que mi abuelo entienda –a pesar de no leer siempre lo que escribo– el hombre en el que me he convertido y la vida que habito de fuera de nuestro refugio: esa vida en la que crezco. Es todo lo que nos queda a los niños de provincias que cada 7 de enero nos montamos en un tren con destino a Madrid, cargados con tuppers, como si de verdad supiéramos adónde vamos a parar.

Y mañana, a madrugar para volver al cole, a votar a quien nos permita seguir creciendo (o eso nos quiera contar).

Comentarios