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Cumplir en plenitud

Isabel Preysler. AEP
photo_camera Isabel Preysler. AEP

ESTA SEMANA ha sumado un año más. Se acerca a una nueva generación viviendo un momento dulce que ya necesitaba porque, muchas veces, lo que percibimos no se ajusta a lo que realmente vivimos. No voy a decir que Isabel Preysler no haya tenido una vida exitosa. La ha vivido exprimiéndola al máximo y eso conllevó, en ocasiones, sufrimientos innecesarios e inesperados.

Nuestra amistad se remonta a unos cuantos años atrás. Nos acercamos y compartimos más cuando ya estaba casada con Miguel Boyer, lo que me permitió, hasta su marcha, compartir con él conversaciones y tertulias llenas de ingenio.

Juntos hemos viajado varias veces. Con toda la familia, tuve el privilegio de conocer Egipto a través del esmerado conocimiento del político. Recuerdo que, cuando decidimos organizar ese viaje, Ana era muy pequeña e Isabel tenía dudas de que acabase comprendiendo la complejidad que encerraba la historia de ese país. Sin embargo, Miguel tenía claro que entendería todas y cada una de las etapas que le explicasen. Y así fue. Ana, hoy a punto de ser madre, nos daba mil vueltas a los demás, lo pillaba todo al vuelo y enlazaba magistralmente unas leyendas con otras.

Isabel Preysler y Amalia Enríquez. DP

Para ese viaje nos designaron un guía fantástico. A medida que avanzaban los días, él se dio cuenta de que los conocimientos egiptólogos de Miguel eran, incluso, superiores a los que él impartía, así que, sin pensárselo dos veces, cuando estábamos visitando Luxor le dijo: "Si no le importa Sr. Boyer, explíquelo todo usted. Me vendrá bien aprender". Y, el resto del viaje, Miguel se convirtió en el mejor guía que podíamos imaginar. Todo un privilegio que, con los años y los recuerdos, se ha convertido en un regalo.

Hay muchas instantáneas de aquella aventura, conservo algunas muy concretas de ese viaje. Con especial cariño guardo una de los dos solos, con la única compañía del guía egipcio, en una zona de Asuán a la que había que ir a las 6 de la mañana. Salvo nosotros, nadie más se apuntó a esa visita porque «hay que madrugar mucho», recuerdo que dijo Tamara.

Otro momento que me viene ahora a la cabeza es un viaje al parque temático de las afueras de París. Miguel, muy amante de la cultura francesa y poco de la americana, aceptó ese viaje por satisfacer a su hija Ana, su auténtica debilidad. No le hacía ninguna gracia verse rodeado del ratón y su troupe, pero aguantó pacientemente, con puro amor de padre, todas y cada una de las instantáneas que se sucedieron sin parar, incluso una muy especial en un desayuno con todos los personajes de ese mundo mágico, en el que se encontraba más desubicado que cómodo.

Es curiosa la labor que hace la mente con los recuerdos. Muchos se agolpan ahora y me piden paso. Me gusta la sensación de comprobar que siguen vivos. Va a resultar que es verdad que algo/alguien no muere mientras no dejes de recordarlo. Supongo que, como ocurre siempre, el tiempo se encarga de asentar las emociones, sedando la pena y recolocando esos recuerdos.

Isabel es feliz en esa nueva vida, que inició tras la ausencia. La sigue viviendo con la intensidad de antaño y en plenitud. No la imagino sin disfrutar. Privilegios de la vida.
 

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