Opinión

Nuestros mayores

ERA UN lunes lluvioso de esos en los que Santiago muestra su verdadera personalidad y el viento baila con el agua por las calles pedregosas. Al mediodía, en el autobús urbano que sube la cuesta de Vite hacia la estación de autobuses, una señora preguntaba a una jovencita su edad. "Tengo 20 años", le contestó. La señora, mirando a la muchacha con una mueca con la que parecía querer mostrar su experiencia, le dijo que ella había tenido a su primera hija con 17 años. "Fue lo mejor que pude hacer en la vida; después tuve más hijos y ahora tengo siete nietos". La chica la miraba con la incomodidad que provoca una conversación inesperada entre viajeros. Quizás pensaba que aquella curiosa mujer iba a darle un sermón sobre la juventud actual y sus hábitos. Pero no. Lo único que escuchó fue dolor convertido en palabras: "Total, estoy muy sola, no me hacen caso y lo único que me queda es morirme". Ese día, bajo la lluvia de Santiago, había alguien que solo demandaba la atención que los suyos le negaban. Para ella y para los otros 'olvidados' va todo el cariño posible.

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