Opinión

Entonces, sí

LA PRIMERA NOCHE EN LA UCI soñé que los supermercados se quedaban sin azúcar y en mi pueblo se reclutaba gente para formar una milicia. "A mí me acaban de operar, yo no puedo ir", le protestaba desde la cama a Carlos, el Gemelo. De algún modo lo habían nombrado el líder de la insurrección, quizá por aquello de darse un aire con Napoleón y cobrar una paga: dos cualidades esenciales para hacer la guerra al Estado y que no todo el mundo puede reunir en un pueblo tan pequeño como el nuestro. "A mí ni siquiera me gusta el dulce y aquí estoy, machiño", contestaba él sin mirarme a la cara, absorto en una chorreras ridículas que alguien le había cosido a los puños de la camisa. "Así que, venga: levanta de esa cama, trae unas tijeras para cortar estes carallos y arreando, que es gerundio". Entonces desperté.

Rafa Cabeleira MARUXA
Rafa Cabeleira MARUXA

A las siete de la mañana aparecen tres enfermeras y un celador anunciando fiesta. "Toca asearse", dice él ajustándose los guantes. Dicho así, no suena del todo mal, pero enseguida caigo en la cuenta de que no hay duchas en la Uci, no vienen en grupo para trasladarme a una zona con más intimidad, ni tampoco traen consigo un barreño de metal en el que acomodarse, soplar pompas de jabón o jugar con un patito: la cosa es más como una autopsia, pero con agua caliente. "Somos como Robert Redford y Meryl Streep en Memorias de África, qué ilusión", le digo a la encargada de lavarme el pelo. "No te muevas tanto, Meryl, que aún nos estamos conociendo", dice otra de las presentes mientras me frota el culo a conciencia. Reímos todos, qué remedio, y por un momento olvido que estoy allí por culpa de dos arterias obstruidas, no por haber ganado el sorteo navideño de Carnicerías Cacharrás.

Es curioso cómo se tuercen algunos planes de domingo: empiezas el día imaginado diferentes situaciones de partido para la Super Bowl, como cada año por estar fechas, y terminas la noche con un catéter que te recorre el cuerpo desde la muñeca hasta el corazón, blanco como un ratón albino y a merced de un equipo de profesionales con gorros de quirófano divertidos. "Tenemos un pequeño problema", me explica la hemodinamista tras varias horas de tajo. "Es algo tan excepcional que solo ocurre una vez de cada diez mil intervenciones: se nos ha desprendido un filamento del catéter y no somos capaces de retirarlo". A priori, y sin saber sobre qué estoy opinando, no parece tan grave. Me acaban de salvar la vida y no siento dolor, por lo que tener una espiral metálica alojada en el corazón me parece una rareza de las que suman atractivo, como tener un ojo de cada de color o hacer crujir el cuello. "Mañana intentaremos retirarla por la femoral", me dice un tanto avergonzada. Y yo, que la quiero confiada en sus posibilidades para lo que esté por venir, me siento tentado de soltarle una arenga al más puro estilo ‘Star Wars’, ya saben: algo del tipo "hazlo o no lo hagas, pero no lo intentes". Afortunadamente, hace tiempo aprendí que gran parte de mi belleza reside en estar concienzudamente callado.

La peor parte de sufrir un infarto de miocardio —una vez te encuentras fuera de peligro, claro está— consiste en tener que explicar la misma historia a todo el mundo, motivo por el cual empiezo a discurrir relatos alternativos. A Sergio, un amigo de la infancia, le digo que me desplomé en un pub. Y a un compañero de tertulias radiofónicas le explico que fui a urgencias por un corte en la mano y allí me descubrieron la obstrucción arterial por pura chiripa. "Eso es el destino, a mí no me jodas", dice sin sospechar que lo llevo jodiendo desde que entró por la puerta, puede que desde el día mismo que nos conocimos. A mis padres, que llevan sufriendo como conejos desde el primer momento, les digo que, si en el peor de los casos, muero, vendrá más gente a mi entierro que al del abuelo Otilio. Y uno de cada dos, obviamente, se desmaya. Quizás haya llegado el momento de tomarse en serio el percance y dejar el papel de payaso a los profesionales. 

En planta, por fin trasladado al pequeño Montecelo —le faltan dos años de tratamiento hormonal para convertirse en el Gran Montecelo, dicen— me meten en una habitación con un señor que parece sacado de una película de gladiadores. Es de Sanxenxo, se llama Claudio y se apellida Jabois: al final será verdad eso de que el mundo es un pañuelo. Con los días voy descubriendo que Claudio me cae incluso mejor que su primo segundo, Manuel. Es menos inquieto, más bailarín. Por las mañanas tiramos de radio —hemos localizado una emisora especializada en ritmos latinos— para consagrar las tardes a la siesta y al Sálvame, no necesariamente en ese orden. Una noche, mientras espero a que me haga efecto la pastilla, empiezo a pensar que quizás sea esta la vida con la que nunca me atreví a soñar. O, simplemente, no supe… ¡Menos mal que apareció la estenosis en la coronaria para abrirme lo ojos a tiempo!

Hablando de sueños: en el de la primera noche, el de la revuelta por la falta de azúcar, también aparecía un acordeonista al que no pude reconocer, pues en ningún momento se le veía la cara. Sí recuerdo que Carlos, el Gemelo, lo llamaba a gritos desde lo alto de una carreta: "¡Carallán, carallán!". O quizás dijese "¡Karajan, Karajan!", es difícil saberlo. Dice mi padre, cuando se lo cuento, que lo mismo ocurría con mi bisabuelo, también acordeonista, y al que nadie sabe a ciencia cierta si lo apodaban de una forma o de la otra: problemas de la tradición oral. "¿Tenía pinta de ganar dinero con su música?", me pregunta mi padre sobre el misterioso personaje del sueño. Y lo cierto es que no, parecía pobre como una rata. "Entonces, sí: era tu bisabuelo".

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