Opinión

Un epitafio en Londres

Desde mi cama veo el insólito cielo azul, edificios de ladrillo rojo, escaleras de incendios, una cúpula de latón dorado y la copa frondosa de algún árbol de Hyde Park

Duermo poco, este amanecer tan tempranero me despista. En esta época apenas tienen cuatro o cinco horas de noche, así que me imagino que aquí la vida en invierno será pura oscuridad. Nunca estuve en Londres en invierno, creo, aunque lo recuerdo siempre lloviendo y a mí deseando ir a un Zara de Oxford Street a comprarme ropa de abrigo.

Desde mi cama veo el insólito cielo azul, edificios de ladrillo rojo, escaleras de incendios, una cúpula de latón dorado y la copa frondosa de algún árbol de Hyde Park, ese bosque que divide la ciudad donde campan a sus anchas las ardillas. Me imagino que con este sol de hoy será un burbujear de gentes, perros y bicicletas. Nosotras iremos lejos, a Tormentito aún le faltan postales elementales de la ciudad que espero retenga en su memoria. Tal vez la torre con sus tesoros y su pasado de cabezas cortadas y el puente levadizo al fondo y luego comida china sentadas en un callejón Candem. Algún día lamentará no haberse dejado fotografiar y haberse dejado arrastrar por esa adolescencia recalcitrante que le burbujea como gas carbónico por las venas, pero no pasa nada, podrá volver con sus amigas, disfrutar de otra manera y recordar aquella vez que iba de ganchete con su mamá por Kensington o Mayfair parándose a leer todas las placas azules que resumen la historia de los muertos ilustres que un día cruzaron esos dinteles blancos. En la misma calle al sur del parque donde nació Virginia Woolf, murió Winston Churchill. Sólo a uno de los dos le dieron el premio Nobel y no fue a la de los libros famosos que un día, cuando se cansó de vivir, se llenó el bolsillo de piedras y se adentró en el río. Se ve que al político se le dio bien hacer la guerra y luego convertirla en literatura.

Una casa es blanca y la otra oscura, las dos son bonitas y las dos tenían las puertas abiertas cuando pasamos por allí. Me pregunto si los nuevos habitantes sentirán la presencia de tan importantes fantasmas. Dicen que al político sus últimos años de vida le parecieron un rollo y que sus últimas palabras fueron, ¡qué aburrido es todo!

Me parece un epitafio magnífico, digno de un gran hombre, uno que tuvo una habitación propia en un castillo.

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