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Los guateques de Aznar

EL DIÁLOGO es entre un multimillonario maduro y un joven con problemas económicos: Usted no es mejor que yo, solo tiene más dinero. El millonario replica: Sí, pero con dinero puedo comprar lo que quiero; No. Hay cosas que no puede comprar. A las personas, por ejemplo. No puede comprar a las personas. El millonario le dice con desdén Mira, chaval, yo compro hombres todos los días. Te lo aseguro.

Aznar habla con la arrogancia del multimillonario y aunque no compraba hombres gobernaba un país, compra global que roba el alma a los votantes cuatro años. Millonario en votos le decía a la DGT quién era ella para imponerle a él las copas de vino. Aznar fue a casa de Bertín porque recibirlo en la suya sería como ventilar la casa de los horrores, que eso tiene que ser la de Aznar, un horror de perfección insoportable. En mi casa usted puede contemplar la bici de la peque en el recibidor, un abrigo encima de una silla o unos granos del pienso de Niko esparcidos por la baldosa. Incluso a mi suegra intentando hacerle una llave al tendal porque sin gafas no es capaz de encontrar el cierre. Un desorden razonable y muy humano.

En la casa de Aznar uno solo encontraría la cofia de la fámula ligeramente descolocada: "Póngase la cofia como dios manda, Adela, o me veré obligada a despedirla". Aznar le contó a Bertín que entre los catorce y los dieciocho fue rebelde. Tanto énfasis puso que pensé que Aznar inspiró a Janet ¿recuerdan?: "Yo, soy rebelde porque el mundo me ha hecho así". La rebeldía de Aznar era tanta como la de don Peregrino cuando, ya maduro, compró el "Seiscientos" y se fue en él al obispado, a Santiago. Su gran viaje. La cola de automóviles, cuando iba por Faramello, llegaba al puente del Burgo. La disconformidad del resto de conductores se oía en Xinzo da Limia.

Aborrezco a quien no es capaz de dar un mal paso porque la perfección me resulta cosa divina y yo siempre me he llevado mal con las divinidades

Aznar, para convencernos de su intensa transgresión vital, de su apartamiento del camino recto durante un tiempo puso un ejemplo: iba a guateques. ¡Dios mío!. Qué canalla... Alguien debería excomulgarlo. Si Aznar era rebelde en mi barrio éramos delincuentes merecedores del internamiento en régimen cerrado: le dábamos a la manivela en grupo a ver quién hacía surgir antes la espumilla de su virilidad adolescente, practicábamos Kung-Fu con las papeleras de Campolongo y, a veces, hasta atropellábamos a algún anciano con un Vespino; luego íbamos al Provincial y pedíamos disculpas a su pierna enyesada mientras nuestros padres intentaban arreglar aquello en el Tutelar de Menores. Incluso uno se tiró a una gallina.

Aznar contó a Bertín como sedujo a Botella: "Fuimos de viaje fin de carrera. Le dije tú te vas a casar conmigo". Oí eso y creí estar viendo "En busca del fuego", donde los homínidos utilizaban técnicas de apareamiento que incluían la garrota como herramienta de seducción. Así vencían la resistencia de la hembra. Luego Aznar hizo un inciso y le dijo a Bertín cuales eran, de aquella, sus planes respecto a Ana: "Ésta me la quedo". Exactamente lo que dije yo eligiendo aspiradora en el Media Mark: ésta me la quedo. La aspiradora dijo sí, fueron felices y tuvieron tres aspiradorcitos, quiero decir, retoños. La virtud de Aznar, su perfección, es su peor defecto. La perfección puede ser terriblemente imperfecta e insufrible. La consideración de Aznar acerca de sí mismo es tan extensa que no hay agrimensor capaz de sacarle las hectáreas exactas. Y es ese estar tan encantado de conocerse el que le impide reconocer sus equivocaciones. Blair y Barroso lo hicieron. Bush casi. Pero Aznar se encastilló en que Azores fue su mejor foto. Su terquedad es el daguerrotipo de su egolatría, que le impide reparar en que el error humaniza, en que existe una pedagogía en el reconocimiento del error que ensalza al ser humano.

Pero él, erre que erre: iría a la Patagonia a hacerme esa foto-dijo- si fuera por el bien de España. El bien de España vale para alzarse contra la república, crear las checas en el Madrid sitiado o afiliarse a Podemos. Concepto ambivalente. Y nuevamente utilizó Aznar el tono arrogante del multimillonario comprador de hombres, ese del que responde al que le pregunta si lo desprecia aquello de "si pensase en ti, sí". Por eso Aznar odia a quien no le cepilla la levita. En su particular lógica, el error propio es un instituto que le resulta ajeno. De ahí aquella frase de la Aznarpedia: "coalición de pancarteros comunistas e independentistas que desayunan galletas de rencor", que cómo recuerda a la conspiración judeo-masónica de Paquiño Franco.

La entrevista giró a su oposición. Aznar fue a un preparador: tengo que aprobar en nueve meses. Quiero casarme. Y aprobó. Que diferente a mí. Yo, veintitrés años y comiéndome seis sicofármacos diarios senté mi locura ante Mato, mi psiquiatra. Le dije que iba a preparar una oposición. Empezaba a dormir algo tras tres meses de insomnio, un lapso durante el que consideré la posibilidad de imitar a los clavadistas pero con asfalto abajo en vez de agua. Mato dio una calada a su cigarrillo y dijo no te lo aconsejo. De aquella los siquiatras eran gente seria que fumaba en la consulta. Por una vez no seguí su prescripción y estudie diez horas diarias, una más que Aznar. Aprobé en cinco meses —cuatro menos que él— y cobré mi primer sueldo: ochenta mil una pesetas. Joder, hasta esa nómina fue imperfecta. Mato temía mi epitafio: "Aquí yace Bernardo Sartier. Amenazaba con escribir". Cómo adoro mi imperfección y qué grotesca me resulta la perfección de Aznar. Cómo repele ese quererse simpático sin serlo, ese no poder ocultar, sin atreverse a confesarlo, que él quería un Rajoy polichinela, no fiel a sus sugerencias sino obediente a sus órdenes.

Ese Aznar que dijo a un periodista yo soy el milagro, tan bíblico, tanto, que solo le faltó añadir, como Yahvé, el camino, la verdad y la vida. Saben. Aborrezco a quien no es capaz de dar un mal paso porque la perfección me resulta cosa divina y yo siempre me he llevado muy mal con las divinidades. Vi a Bertín con Aznar para poder criticar su perfección simplona e intrascendente. Prefiero, se lo juro, a la cabra de la legión discutiéndole la soberanía del Peñón a la mona de gibraltar que el marasmo insulsamente atroz de Bertín y José María matándonos suavemente con su aburrimiento. A finales de abril charlaremos Fortes y yo. Verán como disfrutan más que con la levedad teledirigida de Aznar y el Osborne.

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