Blog | ¡Callarse, becerros!

Uno de los nuestros

"BERNARDO, VERÁS. Yo quería darle las gracias a Pontevedra por cómo me acogió, y al Diario porque…" Tranqui, tronco. Ya lo hago yo. Y con él en el Blanco y Negro, que es ese recodo acogedor al que siempre volvemos, pensé en aquello de Jack Engelhard: "Si quieres a alguien, déjalo marchar. Si vuelve a ti, será para siempre; si no, es que nunca te perteneció". Como Pontevedra con Clemente. Pontevedra lo tuvo, marchó y, cuando volvió, lo hizo para siempre. Valga, Pontevedra, San Sebastián y Pontevedra eternamente. Me cautiva el pasado. Del anaquel elegido retiras el recuerdo a revivir. Pontevedra, la ciudad de Tonucci y sus Mafaldas de cartón piedra es un pueblo idílico para caminar, pero yo vuelvo, como el paranoico a sus obsesiones, a la de los cines generando médula humana en el centro; al telón descorriendo su chirrido agónico en el Victoria, en el Malvar, en el Gónviz, en el Principal.

Vuelvo a la Pontevedra de las paradas urbanas que hacían de estaciones de autobuses bullendo el centro. La Pontevedra infantil que cosquillea mi nostalgia, ese sueño mágico del niño al que susurran, abrazándolo, que nunca morirá. Una Pontevedra menos cómoda, sí; más insana, vale; pero mucho más real en sus carencias.

Añoro aquella invasión. Venían a la capital, decían. Y desembarcados del Castromil en Pastor Díaz, o del coche de línea de la Unión en General Mola comían el pulpo en la La Manchega, Riestra street, aquel bar soleado de humos y rumores solo un rato al mediodía. Y luego, satisfechos, iban al final de Oliva para cortarse el pelo cerca del Limpias, bar con parra que sombreaba al príncipe Juanito mientras la locomotora, a dos metros, le mojaba de vapor su impoluto traje de capullo, aquella uniformidad de guardiamarina que volvía locas a las pititas pontevedresas.


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La clementina la inventó Clemente el peluquero. Y no era un cítrico ni una catilinaria, sino un estilo. La mesura en el párrafo durante el corte"


La Pontevedra de cuando la estación del tren estaba donde debía. Porque cuando llegaba el tren a la Plaza de Galicia, una marabunta de santiños desembarcaba su vida en Andrés Muruáis, arrollándote. Pues cerca de allí, en la de Eugenio, cortaba el pelo un mozuelo recién llegado de San Sebastián que innovó la estética capilar con el corte a navaja, con la tonsura gabacha y dandi. Cada cabeza diferente. Aquello sí era molar y no los hípsters, que son como el Profesor Bacterio: igualitos todos, coño.

Clemente, se llamaba el artesano…¿o el artista? Luego, Clemente se independizó de Eugenio, como los catalanes pero en tiempo y forma, y se estableció en la safena capitalina que es Galerías Oliva, donde todo olía a limpieza clasificada porque el aroma a masaje Floyd declinó con la marquetería y la camisa cuadriculada de Felipe, mucho antes, claro, de que Felipe se convirtiese en González y le hicieran las gasísticas un contrato tipo Messi.

El inventor de la clementina no fue el Clemente seleccionador de fútbol que arengaba a los suyos llamándoles pichafrías para que se dejasen los huevos en los partidos. La clementina la inventó Clemente el peluquero. Y no era un cítrico ni una catilinaria, sino un estilo. La mesura en el párrafo durante el corte: "qué tal tu padre" o "cómo va la carrera". Y luego silencio.

Cuando montó su negocio, Clemente transpiraba tanta bondad que mi padre, fiel de Eugenio pero pelado habitualmente por él, se pasó al clementismo con armas y bagajes. Nadie que responda al nombre de Clemente puede ser un mal tipo, porque Clemente viene de clemencia y la clemencia es el sentimiento noble y último del que pudiendo matar, indulta.

La clementina de Clemente consistía en hablar lo justo, porque el peluquero debe saber dónde interrumpir su conversación: ese instante en que masajea la cabeza del cliente y deja que el chorro templado se la aclare mientras el placer invita a morir en cámara lenta. Ahí se impone el silencio, que Clemente administraba con cátedra consciente de que alterar la paz de ese momento sería como el rebuzno de un asno durante un aria de María Callas.

Clemente rasuraba entre afeites y lociones mientras desde la butaca el cliente oteaba la pinacoteca que era su peluquería, porque Clemente tenía vocación de marchante de arte, así fuese un marchante amateur que jamás marchaba (Nunca el trabajo coincidió con la vocación. El trabajo guillotina la vocación como el matrimonio acuchilla el sexo). Por eso su peluquería era un museo, amor al arte no más. No contento, Clemente se convirtió en uno de los pioneros del fútbol sala en Pontevedra. Tan historia reciente de ella como sus prohombres, Clemente. Que Quiroga sacaba notas virtuosas a su violín, vale; pero Clemente no le iba a la zaga con el tris tras de sus tijeras, la caricia de su navaja, la dulzura del talco en las yemas de sus dedos sobre el cuello afeitado.

Pontevedra son sus grandes hombres, sí, pero prefiero a Matagusanos, a Neno o a la mona de las Palmeras antes que a Paio Gómez Charino, porque Paio no es más que un recuerdo granítico reservado, somnoliento y sepulcral al que nunca hay manera de sacarle por quién vota o de qué equipo es, aunque todos sepamos que Paio es del Pontevedriña.

Clemente, que sabe que el Diario es la garganta y los oídos de Pontevedra, me dijo que quería agradecernos que lo acogiéramos y le permitiéramos vivir de su trabajo. Se acordaba de "dos periodistas del Diario, una, una tal Belén, otra, Chus, que le habían hecho un reportaje sobre su afición al arte". Pues hala, aquí quedan las gracias y el homenaje. Y de paso la inmortalidad, amigo. Como Quinola la frutera, como Nacho el del accidente de Rande, como Seoane el librero. Y como otros a los que mi teclado homenajeó para que pronto sean libro.

(Un secreto: he tenido que sudar tinta china para que Clemente me dejara publicar esto. Humilde en exceso, coño). ¿Recuerdan a Jessica Tandy? Nominada al Óscar por Tomates verdes fritos y oscarizada por Paseando a Miss Daisy, cuando aparecía en el rodaje los equipos se asombraban de su belleza. Jessica era la anciana más guapa que ha dado el cine. ¿Saben qué decía Jessica? Solo gracias.

En una ocasión, ganado el Óscar por Miss Daisy, Jessica fue a visitar a una amiga que vivía en el mismo Manhattan. Cogió un metro y un fan se la topó al abrirse las puertas: "¡Qué coño hace usted en el metro! Una diva…". Jessica, quintaesencia de la sencillez, sonrió humildemente: "Gracias", repitió. Grande, sencilla y agradecida. Como Clemente, que solo quería dar las gracias. Pues dadas queden, amigo. Clemente, uno de los nuestros.

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