Opinión

Luces de Navidad

EL SÁBADO por la mañana una gigantesca grúa colocaba la estructura de un cono gigante en medio de la Plaza de la Herrería ante la atenta mirada de vecinos, viandantes, turistas, yonquis y palomas. Mientras tanto, un sonido inexorable,  delicado, fresco y cristalino emanaba suavemente de las manos de una violinista rusa junto a la estatua del loro Ravachol oxigenando el aire del mediodía con una cadencia infinita. Su esqueleto se ha encendido y una pirámide decorada con dulces luces de colores sabor algodón de feria y caramelo alumbran ahora sobre las pupilas de los niños, ancianos y peatones, como una torre de babel tejida con los sueños de quienes la contemplan. Otras luces y bombillas parpadean en las calles Michelena, Benito Corbal, Peregrina, Oliva o Loureiro Crespo, así como en la Plaza de la Verdura y la Plaza de la Leña. Brillan como diamantes y zafiros deslumbrantes, destellos a nácar, púrpuras y oros. Caminar la ciudad entre el frío del otoño y el olor a castañas recién asadas por el fuego de los trenes que las queman es uno de los placeres que embelesan el espíritu en la ciudad del Lérez a la hora del crepúsculo cuando la luna se asoma como una farola en un parque arbolado. También se encienden las luces de los centros comerciales, de las tiendas y los escaparates de los pequeños negocios, se instalan belenes en algunos portales carcomidos por el tiempo mientras las estrellas fugaces y los abetos posan desnudos en las cristaleras de las calles. Pronto sonará algún villancico por la megafonía de la urbe y será ya Navidad. Porque la Navidad hay que mirarla con ojos de niño sorprendido, como si por primera vez viéramos esas luces en las calles y nos llamaran la atención sus formas, sus brillos, sus geometrías. Que más da que a la Navidad la hayan prostituido en un circo puramente comercial. Ya sabemos que esas luces son para incentivar el comercio local, pero a pesar de todo, guardan una magia incandescente como en la película Que bello es vivir. Se aproximan días agotadores con cínicas cenas de empresa. Se aproximan bacanales gastronómicas con familiares a los que solamente ves un par de veces al año. Desmadres vitivinícolas carnívoros con amigos emigrados con la excusa de juntarse una vez al año y por supuesto está la melancolía, «oh melancolía», cantaba Silvio Rodríguez, por quienes se han ido. Cuando esa silla vacía en el salón de casa en nochebuena ocupa más espacio, más presencia y más carga emocional que todas las demás ocupadas por conversaciones intrascendentes. Pero en la vida hay que tener ilusión por las cosas porque no se envejece con los años. Se envejece cuando se pierde la ilusión por las cosas. Cuando dejas de escuchar música, cuando ya no te importa la política o lo que ocurre en el mundo, cuando has perdido la esperanza en que todo vaya a mejor. Hay que mirar las calles con los ojos de los niños que vemos en las plazas, con los ojos del niño que un día fuimos, con los ojos de ese niño que todavía somos y nosotros debemos mirarlo atentamente, para saber si todavía, nos reconocemos en él. Verás su reflejo en las luces de Navidad.

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