Opinión

Las nubes naranjas de Nueva York

LA POESÍA está en el recuerdo. Hubo un tiempo, no muy lejano, en el cual se viajaba sin tener mucha idea de lo que el viajero encontraría a su llegada. Contemplabas los destinos anunciados en las cristaleras de las agencias de viajes, en las revistas especializadas, documentales en la televisión sobre países, conocías ciudades gracias a películas rodadas que luego se proyectaban en el cine, en la televisión y escuchabas historias de amigos que narraban sus experiencias en ciudades europeas. Observabas fotografías de países, flotaban en tu mente iconos del arte que formaron parte del proceso de aprendizaje en la escuela o la universidad como la Torre Eiffel, el Coliseo Romano, la Torre de Pisa, los canales de Venecia, la Estatua de la Libertad o la Muralla China. Lugares comunes. Cuando el viajero aterriza en su destino los estereotipos de la cultura popular de cada país se rompen gracias al factor sorpresa. Hoy en día con Internet, todo se ve, todo se escucha, apenas hay secretos y queda poco espacio para la sorpresa. Basta elegir un video de cualquier país del mundo en YouTube para visualizar cualquier ciudad, pueblo o aldea, por muy escondido que esté. Antes, viajar exigía un cierto grado de valentía o riesgo, porque, al margen de las fotografías o documentales, realmente no tenías mucha idea sobre que te depararía el destino. Seleccionabas el país, la ruta, comprabas los billetes de avión y acto seguido te encaminabas a la librería a hacerte con una Lonely Planet, el auténtico GPS en mano para cualquier viajero o turista. La primera vez que visité Hungría, Austria y Checoslovaquia fue en el año 1998. Para mi era la "Europa del Este" y todas las imágenes preconcebidas se proyectaban en mi mente. Destinos oscuros, inseguros, vampíricos y ex soviéticos: "El telón de acero". Poco o nada se sabía de la Europa del Este para quien no hubiera puesto un pie allí durante aquella época en la que Internet todavía no era una herramienta tan habitual como lo es hoy la lavadora. Al caminar por Budapest, Praga o Viena, todas esas ideas preconcebidas anteriores a la visita, se evaporaban en el aire y tus ojos se maravillaban asombrados por toda la belleza arquitectónica de sus calles. Ciudades míticas que constituyen el auténtico casco histórico de Europa. Lo mismo ocurrió cuando emprendimos un viaje a Rusia, que era como pensar en ir a la URSS. La sorpresa mayúscula entraba al caminar por la avenida Nevsky Prospect con sus iglesias con cúpulas que parecen helados de fresa, vainilla o menta, el olor a café en las aceras, las librerías antiguas, los canales a imagen de Ámsterdam o Venecia, contemplar el enorme cuadro de la danza de Matisse en el Hermitage o bajarse del vagón de un tren antiguo en la estación central de Moscú tras viajar toda la noche, colocar la maleta en el andén y respirar la mañana cubierta de la niebla de octubre. Lo mismo en Estonia, con esa ciudad de cuento de hadas que es Tallín, donde sirven cerveza helada con miel en jarra de madera mientras cantan canciones populares en las callejuelas de sus barrios medievales. En octubre del año 2000 mientras cruzábamos el puente de Brooklyn, el conductor del autobús colocó una cinta de casete haciendo sonar "New York, New York" de Sinatra. Al fondo, iluminada en la noche, se alzaban los fuegos artificiales de la capital del mundo. La Roma del Siglo XXI. Y no eran sus rascacielos sino sus gentes, provenientes de todos los rincones del planeta lo más sorprendente, en una ciudad que es de todos porque nadie es de allí. Estas cosas no se sienten sino viajas, por mucho que leas o veas videos. Siempre es mejor, aunque utilicemos Internet, no ver muchas imágenes del destino al que vamos. Esperemos el factor sorpresa al bajar del avión. Una tarde, antes de entrar en el Museo de Historia Natural en Nueva York, nos sentamos a descansar en un banco de un parque justo delante de las Torres Gemelas. No le presté mucha atención a las torres del World Trade Center, que las tenía justo delante y además impedían ver el sol. Estaba más entretenido dándole de comer a unas ardillas que correteaban a mí alrededor. Un año después, un egipcio llamado Mohamed Atta se estampaba contra unas de las torres con un avión secuestrado. Bush nombró enemigo público número uno a un barbudo saudí que montaba a caballo por las montañas de Tora Bora llamado Osama Bin Laden para después bombardear e invadir dos países: Afganistán e Irak. Pero yo solo recuerdo la luz amarilla de aquella tarde reflejada en un parque donde le di de comer a unas ardillas bajo las nubes naranjas de Nueva York.

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