Opinión

Sobre la libertad, la vida y el amor

La noche anterior al juicio, Sócrates era ya conocedor de su sentencia. Consciente de la inminencia de la condena, preparó un banquete en el jardín de su casa para recibir a los amigos más próximos y reunirse con la familia para compartir la que sería, con toda seguridad, su última noche en libertad. Podría haber escapado, como le aconsejo Tulio Casio, asesor en cuestiones académicas. Casio, pertenecía a una de las mejores familias atenienses, dedicadas al comercio de mercancías entre los puertos mediterráneos. Para la huida del maestro, tenía preparada una goleta en el puerto del Pireo capitaneada por Taso, un viejo mercader conocedor de los ritmos del mar y la geometría de las estrellas, quien lo llevaría al puerto de Alejandría. Allí le esperarían a Sócrates fieles y entusiastas seguidores para acogerle, ansiosos de escuchar sus enseñanzas.

Pero Sócrates rechazaba de plano esta idea. Consciente que los seres humanos solo somos intérpretes de la gran obra de la vida, sentía el deber moral y ético de someterse al juicio y al escarnio de los pseudo intelectuales griegos para ejercer su defensa. Una defensa que iría más allá de las suya propia. Una defensa que para Sócrates era la defensa de la libertad y la razón crítica. Su defensa sería la defensa de todos aquellos que en el futuro osaran desafiar las razones establecidas por el poder y fueran cuestionados por tratar de transformar la sociedad y la percepción de la realidad. De ahí la importancia del juicio para Sócrates. Un acto de transcendencia vital absoluta. El juicio representaba el momento clave de su vida, el último acto para el cual se había preparado durante años. Debía renunciar a la libertad y entregarse a su trágico destino para adquirir la corona final, el laurel de la victoria.

La casa de Sócrates estaba situada en el antiguo barrio de Monastiraki, muy cerca del Ágora, donde solía impartir sus diálogos críticos y razonamientos, un método cuyo único objetivo era suscitar el debate entre los oyentes mediante el planteamiento constante de preguntas incendiarias sobre cualquier aspecto de la realidad tangible. La política, la ciudad, la realidad, los elementos del universo, las estrellas o conceptos subjetivos, como la condición humana, el alma, la muerte, el sentido de la existencia y el pensamiento.

Si Sócrates viviera en nuestras sociedades contemporáneas plantearía cual es el valor absoluto actualmente. Que debemos preservar, ¿la vida o la libertad? ¿Merece la pena una vida sin libertad? ¿Debemos preservar la vida a costa de la libertad? Alguno diría que la vida, puesto que sin vida no hay libertad, pero nuestra vida está condicionada por la muerte, en todo momento, ya que nuestra existencia es efímera y la muerte es un valor tan absoluto como la vida. Dos caras de la misma moneda.

Únicamente la libertad ante la inminencia de la muerte, que nos llegará a todos antes o después, constituye el único valor superador de este condicionante y es, la libertad en si misma, la única razón por la que merece la pena vivir. Solo hay un valor más absoluto que la libertad y por el cual podemos renunciar a ella. Una fuerza inquebrantable capaz de sacrificarse por los demás cuando vemos peligrar la vida de los "otros" o contemplar una injusticia. Esa fuerza se llama amor. El auténtico valor supremo, por encima de la libertad, la vida y la muerte.

Si hacemos lo que hacemos y sufrimos lo que sufrimos que sea por amor a la humanidad y cuando esto finalice que sea por amor a la humanidad la creación de una ciudadanía global unida y comprometida con la defensa de los derechos humanos. Olvidar esta lección sería el gran fracaso colectivo, pero si nos sirve para reinventarnos y construir una civilización solidaria basada en la cooperación internacional será la mejor enseñanza que podremos aprender en este trascendental momento de la historia.

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