Opinión

Hijos del desarraigo

DECÍA PAUL Auster en su autobiografía Report from the Interior que uno adquiere consciencia de su propia existencia, del devenir de su vida y de la muerte, a los seis años de edad, momento al partir del cual somos capaces de narrar(nos) nuestra propia historia. Desde que cumplí los 6 años me mudé un total de 10 veces y sólo una con mis padres, a la casa en la que viven desde mis 9. Sin contar con los regresos a la casa matriarca, he vivido en un total de 9 viviendas diferentes en los últimos 12 años y he compartido piso con tanta gente que es imposible que me acuerde del nombre de todos. He visto a una cantidad indecorosa de hombres y mujeres pasearse en pijama y en ropa interior por el pasillo, y he esperado pacientemente a que otros saliesen del baño para poder utilizarlo. He compartido intimidad, cervezas, y noches de sofá con gente de la que hace varios años que no sé nada. Si yo algún día me convirtiese en una artista conocida y con una obra digna de estudio, en las facultades bien podrían agrupar mis trabajos y estados de ánimo como etapa gris o segundo piso de Santiago, etapa rosa o periodo madrileñoo, por ejemplo, relacionar mis mudanzas con el nombre de mis novios, el color de mi pelo, o la música que escuchaba en aquel momento. La etapa Ella Baila Sola es fundamental en la construcción de mi personalidad y coincide, claramente, con el despegue de mi carrera feminista.

Los psicólogos dicen que las mudanzas son uno de los principales factores generadores de estrés y ansiedad


Estos días me he vuelto a mudar (la segunda vez este año) y lo peor es que sé que no será la definitiva. Así que ya no hago ningún esfuerzo por conocer a nadie ni por caerles bien a mis compañeros. Me he convertido en una tía rara y siniestra, en una ermitaña dentro de un piso compartido, que se encierra lo máximo posible y evita cruzar conversaciones mínimamente trascendentes. Me recuerdo a esa clase de personas que dicen que no quieren tener perro porque saben que su muerte, probablemente, les sobrevendrá, como la defunción de Tobi, el anterior: no les quiero coger cariño. Como vivo en un “apartamento dentro de un piso compartido” (una nueva modalidad de autoengaño que te hace parecer independiente, pero no) y sólo comparto cocina con el resto de los cuatro habitantes, intento arrastrarme a hacerme mi café cuando no escucho a nadie, conjurando detrás de la puerta del pasillo para no tener que pasar por el trago de establecer medio contacto personal. A pesar de que el otorrino insiste en que mi oído está bien, ya he me he encontrado a todos mis compañeros en la cocina y he compartido almuerzo y charla con alguno de ellos.

El desarraigo es una de las principales características de mi generación. Muchos llevamos años mudándonos con frecuencia, y algunos han vivido en más ciudades y países de los que nuestros padres visitaron (y visitarán) en toda su vida. Más allá del romanticismo de los viajes y de las experiencias vitales, nos hemos hecho mayores arrastrando una maleta. Pero algunos empezamos a achacar síntomas de agotamiento físico y mental, y nos crispamos ante cada cambio, viviendo en esta dicotomía entre la necesidad humana de echar raíces y el temor a perder nuestra libertad. La que nos diferencia de nuestros padres. La misma que nos da alas para coger esa maleta y echarnos el mundo por montera cuando las oportunidades aparecen, o las circunstancias personales apremian.

Los psicólogos dicen que las mudanzas son uno de los principales factores generadores de estrés y de ansiedad junto con el duelo por la pérdida de un ser querido, el despido o la ruptura de pareja. El cambio de vivienda produce lo que se conoce como la salida de la zona de confort. El abandono de lo conocido, lo familiar, por algo nuevo y no siempre excitante. No es lo mismo asumir una mudanza como parte de un proceso que genera felicidad (un nuevo y deseado trabajo, irte a vivir con tu pareja) que hacerlo porque te han echado del trabajo o porque tu relación -la que prometiste que sería la última y definitiva- se ha ido a la mierda. Sea como fuere, una nunca se acostumbra al desequilibrio emocional que supone despertarse en medio de la noche y no saber dónde está el interruptor, ni la ventana, o darse un golpe en la cabeza porque no contabas con esa estúpida estantería encima de la cama. Establecer una rutina lleva su tiempo, y yo he calculado exactamente el necesario para volver a mudarme cuando por fin lo he conseguido.

Sé que me he hecho mayor porque necesito una vivienda asumida como propia y medianamente definitiva. Una casa a la que volver a la noche sabiendo que es mía -independientemente del régimen de propiedad-, esa casa en la que colgar mis cuadros, colocar mi librería, a la que regresar cada noche para lanzar el sujetador y los zapatos por el aire justo después de cruzar el umbral de la puerta. Ese hogar en donde por fin pueda quedarme dormida en el sofá sin pensar, otra vez, que alguien habrá follado justo donde yo tengo la cabeza apoyada.

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