Opinión

Ocho días por semana

SELENA GÓMEZ acaba de anunciar que se retira temporalmente debido a sus importantes problemas de salud. A sus 24 años, y con casi 100 millones de seguidores en Instagram (el ser humano más seguido en esta red social) la actriz y cantante ha reconocido que sufre depresión, ansiedad y ataques de pánico y que todo ello puede deberse –o aumentarse– por los efectos colaterales del lupus que le fue diagnosticado hace un año. Selena ha cancelado todos los conciertos de octubre y noviembre de su gira mundial Revival World Tour, y nadie parece saber cuándo volverá a subirse a un escenario. Hace tres semanas que no publica en Instagram, la ventana que convirtió su vida en un escaparate abierto al mundo. 

Las redes sociales son para Selena causa y consecuencia de su propia tragedia, la que aparece fotografiada en esa difusa frontera entre lo público y lo personal, entre los brillos y el cepillo de dientes. Selena ha alimentado la sed de sus fans compartiendo fotos de sus portadas de las revistas de moda, anuncios de Pantène, de Cocacola, de lencería, conciertos, fiestas privadas, photocalls... pero también momentos íntimos y muchas instantáneas de su infancia, la que tan pronto le arrebataron. Con 9 años empezó a trabajar en la factoría Disney y se convirtió en lo que los expertos en la industria califican sin pudor de "producto", al igual que sus coetáneas Taylor Swift, Miley Cyrus o Demi Lovato. Una industria que no entiende de emociones, de debilidad, ni tampoco de agotamiento. Una industria auspiciada en muchos casos por padres ávidos de dinero y de fama; y, en algunos, por progenitores que sueñan con un futuro mejor para sus hijos. Ella se empeña en asegurar que su caso es el segundo. Gómez proviene de una familia muy humilde. Sus padres, un mexicano y una italiana, la tuvieron con tan sólo 16 años y cinco años después, se separaron. La madre se encargó de cuidarla sola y pronto se trasladaron de Texas a Los Ángeles persiguiendo el sueño americano. Lo consiguieron. Su infancia entre castings es similar a la de otras pequeñas estrellas como Drew Barrymore, Lindsay Lohan, Britney Spears o Scarlett Johanson. Su futuro, incierto, aún se está escribiendo. 

En una entrevista reciente dijo que muchas veces se preguntaba qué hubiese pasado si se hubiese quedado en Texas, si hubiese estudiado, si se hubiese vuelto a enamorar, si tuviese una vida normal. En la vida de Selena, pero también en la de Scarlett Johanson o de Jennifer Lawrence no hay ventanas ni cerrojos, la intimidad les está negada, sus desnudos se comparten y reparten: todo vale. Los famosos lo son ahora ocho días por semana, veinticuatro horas al día. La actividad de los fans en las redes sociales es frenética. Miles de personas que exigen más y más, que vanaglorian, que acosan, que insultan, que se jactan de perseguirlos y esperarlos, que rezan por sus ídolos y se muestran dispuestos a dar la vida por ellos. En su última foto en Instagram (publicada hace tres semanas) Selena acumula casi 3 millones de likes y 559.000 comentarios. 

El fenómeno fan no es nuevo, pero sí sustancialmente diferente a aquel que respiraba sofisticación y que nació tras el surgimiento del rock&roll y del cine de Hollywood de los años 40 y 50, de la mano de Elvis y otras estrellas de la época. No fue hasta los años 60, con la irrupción de los Beatles, cuando los fans se convirtieron en pirañas dispuestas a todo, incluso a matar con tal de ocupar un trozo de historia en la Wikipedia de sus ídolos. Sobre la beatlemanía (el mayor fenómeno fan de la historia) se ha dicho de todo, hasta que los pasillos de los conciertos olían a orín porque las chicas se meaban encima antes de que los de Liverpool saliesen a tocar. Y aún así, la vida de George, Ringo, John y Paul adquiría cierta normalidad cuando las luces se apagaban. 

En este acercar democrático de los famosos al pueblo, se ha perdido el misticismo, la sofisticación y cualquier tipo de respeto. Los famosos, víctimas de su propia vanidad, ya no se pueden pasear por la calle sin que alguien los esté esperando para sacarles una foto. Un actor español dijo una vez que lo peor que le había pasado a la profesión se llamaba teléfono con cámara . Un colega, también actor, me dijo que ya no se atrevía a cruzar un semáforo en rojo aunque tuviese mucha prisa, a enfadarse conduciendo, o a tener cualquier comportamiento "reprobable" en público por el temor a que un teléfono móvil destrozase su carrera. 

Algunas estrellas ya han decidido apartarse directamente de los focos y otras, han optado por soluciones ingeniosas para poder salir a la calle sin ser reconocidas. Es el caso de la cantante Sia que lleva dos años actuando con una peluca cuyo flequillo le tapa la mitad de la cara. 

En el trailer del último documental de Los Beatles que se estrena este mes bajo el título Eight Days a Week, George Harrison, sobre los fans, declaraba "nosotros éramos normales y el resto del mundo estaba loco".

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