Opinión

Pájaros en la cabeza

DURANTE MI primera infancia tuve una fantasía recurrente que consistía en caminar sobre la pared vertical de mi habitación. Tumbada sobre la cama me elevaba como un pájaro y anclaba mis pies desnudos a la pared obligada a mantener la perpendicularidad con la única fuerza de mis piernas, en una tarea agotadora que incluso me hacía sudar. Pero si ese día estaba especialmente motivada, podía llegar más allá y era capaz incluso de pasear sobre el mismo techo, esquivando la lámpara, y observando lo que hacían mis muñecas desde aquella perspectiva privilegiada que el sigilo de semejante imprudencia convenía. Si escuchaba que mi madre se acercaba por el pasillo enseguida aterrizaba en la cama o en la alfombra, y disimulaba leyendo un cuento o pintando en alguna libreta que tuviese a mano.

Era tal mi deseo de caminar por las paredes y los techos de mi habitación y tan vívida la sensación de hacerlo, que unas veces lo soñaba con los ojos abiertos y otras cerrados, pues durante años me acosté con la fiel convicción de que aquel poder era real y por supuesto, ajeno a las entendederas de los adultos. La fantasía me acompañó hasta los nueve años más o menos, cuando nos cambiamos de casa y mi cama dejó de estar en aquella habitación del piso de Lérez en la que tanto fabulaba las tardes de invierno cuando mi madre trabaja y mis hermanos, mellizos, jugaban entre ellos. Aquel poder maravilloso se rompió el día que dejé de creer que podía hacerlo.

De haberles confesado a mis padres la fantasía puede que ahora estuviese diagnosticada de un trastorno delirante o alguna enfermedad mental. Puede que cualquier charlatán o uno de esos terapeutas que enferman a los niños que todavía se atreven a serlo, viese síntomas de paranoia en mi empeño de levitar cuando me dejaban a solas. Quizá les hubiesen dicho que tenía demasiados pájaros en la cabeza y que los nueve años son edad más que suficiente para distinguir la realidad de la ficción. Para mí, aquella sigue siendo la señal más pura de que mi imaginación era un hervidero y gracias a ella sobreviví a los largos días de tedio sin internet, móviles, tablet, Clan, ni más juguetes que unas pocas Barbies que conservo por piezas gracias al empeño decapitador de mi sobrina de cinco años. Para la que por cierto, me he inventado un juego de peluches mágicos que se mueven cuando los dejamos a solas.

Me acostumbré tanto a jugar sola que cuando estaba metida en mi mundo la irrupción de alguien en mi habitación suponía un auténtico castigo. Desde luego, el aburrimiento fue la gasolina para que yo empezase a escribir siendo pequeña, aunque aquellos textos tuviesen la calidad literaria de una niña que escondía la Súper Pop en la carpeta del colegio.

Los niños de ahora no tiene tolerancia al aburrimiento. Siempre encuentran una alternativa mejor a la introspección, en forma de dispositivo digital con atractivas luces de colores, sonidos envolventes y realidades virtuales que los trasladan a otro mundo sin necesidad de usar su imaginación. Es tan poca la paciencia de los niños y los adultos al aburrimiento de los infantes que los primeros síntomas de incendio por pataleta son sofocados con un teléfono móvil siempre a mano. Claro que qué les vamos a decir nosotros sobre la necesidad de aburrirse, cuando cualquiera ha parado un polvo ante una notificación de whatsapp. El filósofo Zygmunt Bauman, padre del concepto de modernidad líquida, lo definía así: “La nuestra es una sociedad de consumo: en ella la cultura, al igual que el resto del mundo experimentado por los consumidores, se manifiesta como un depósito de bienes concebidos para el consumo, todos ellos en competencia por la atención insoportablemente fugaz y distraída de los potenciales clientes.”

Las nuevas generaciones de niños-consumidores nacidos con un tablet debajo del brazo serán mejores que nosotros para desenvolverse en este mundo de nativos digitales que les pertenece, pero desde luego habrán perdido cualquier capacidad de concentración y de introspección. Vivirán obsesionados por encontrar placer a través del consumo compulsivo de bienes incapaces de saciarlos. La tecnología creará sus sueños a la carta y además los convertirá en videojuegos de los que podrán formar parte. La imaginación será un reducto de los antepasados, una especie de pérdida de tiempo y energía, la cultura será sólo entretenimiento y el amor se hará a través de Snapchat. Probablemente, esta ansiedad que nos invade a la mayoría de los ciudadanos de la sociedad líquida es el síntoma de que esos tiempos ya han llegado. Están volando los pájaros de las cabezas. ¿Estamos condenados a soñar con ovejas eléctricas?

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