Opinión

Siempre hay un bar que se llama Las Vegas

PASEAR POR Santiago de Compostela los días previos al Apóstol es, si no ya misión imposible, una auténtica incitación al suicidio. Miles de seres humanos colapsan las calles de la zona vieja desde Porta Faxeira hasta el límite con San Roque, dejando a su paso un rastro de destrucción patrimónica imposible de calcular. Los turistas hablan francés, inglés, chino, catalán o andaluz, y se mueven como una masa uniforme que arrastra tartas y empanadas caseras plastificadas, helados, niños y varios kilos de más.

No miran absolutamente nada si no es a través de las pantallas de sus teléfonos y cortan el paso a los normales ciudadanos que van de camino a casa o al trabajo, apretando los puños y contando los días que faltan para sus propias vacaciones. Muchos han decidido escaparse a una de esas maravillosas calas secretas de difícil acceso que anuncia Lonely Planet y en las que podrán estar solo, con 150 personas más. Cruzar Caldeireiría es como atravesar la Gran Vía de Madrid, y pararse en la plaza de Cervantes no dista mucho de hacerlo en la Fontana di Trevi. No me extrañaría que a algún iluminado se le haya dado ya por tirar monedas dentro para ir recuperando una antigua tradición compostelana que recuerda al Arzobispo Xelmírez acuñando dinero en medio de la plaza. Sigo esperando también al primer enamorado que se baje de la AP-9 para colgar un bonito candado en el puente de Rande.


Miles de seres humanos colapsan Santiago desde Porta Faxeira al límite de San Roque


La Catedral y el Obradoiro soportan cada verano la visita de millones de almas apenadas por los andamios, porque la iglesia queda fea y les jode la foto. Muchos acaban la jornada de compras en el centro comercial As Cancelas, en el que incluso hay días en que no se puede aparcar dentro y los coches forman gigantescas filas humeantes alrededor de las instalaciones. Dentro, el paraíso. Aire acondicionado, música, niños de diferentes colores que se mantienen a salvo en el Burger King y en el Telepizza y adultos que lo flipan mucho con el H&M y el Primark de tres plantas ‘made in Galicia’. Los hay que van un paso más allá en su espíritu curioso y tiran hasta el Ikea de Marineda, ese lugar en el que puedes desayunar, tomar la siesta, comprarte una alfombra y enseñarle las estrellas al peque, en una cuqui lámpara sin las incomodidades de la naturaleza. El turista se ha convertido en un comprador compulsivo que aprovecha sus vacaciones para irse de rebajas.

Y mientras nos anuncian que Galicia ha vuelto a batir su propio record histórico de visitantes un año más, al visitante se le ofrece la homogeneizadora imagen del capital reproducida en cada ciudad y cada pueblo. Ya poco importa estar en Santiago que en Cáceres, en Sevilla o en Barcelona. Los mismos centros comerciales, las mismas tiendas, las mismas cadenas de comida rápida, las mismas películas en cartelera, las mismas cartas en inglés de los restaurantes. Y a veces, el mismo calor.

Antes de que la globalización borrase del mapa cualquier diferencia cultural y de que el mismo capitalismo produjese este atroz cambio climático con el que vivimos, las cosas eran diferentes. Cada sitio era especial y una se sorprendía yendo a Ponferrada. La comida sabía diferente, los pueblos olían diferente, las costumbres eran particulares y los chupitos de sobremesa únicos e irrepetibles. No se compraba nada porque nadie viajaba para irse de compras y, como mucho, regresabas con tu camiseta fea de ‘Estuve allí y me acordé de ti’.

Todo ha cambiado tan rápido que parecen siglos los que me separan de aquella foto en la sonreía delante del bar que tenía el nombre de mi ciudad, Pontevedra, antes de descubrir que los dueños eran vecinos. Muchas veces el nombre no era el de tu pueblo, sino igual al de un bar de tu pueblo, y entonces te dabas cuenta de la cantidad de gente que jamás había estado en Las Vegas.

Hace tres años estuve en Las Vegas y regresé pensando que aquel lugar tan absurdo y prescindible era imposible en ninguna otra parte del mundo. Para mi desgracia, cada día se me parece todo un poco más a ese monstruo de luces de colores y a veces me despierto sudorosa en medio de una pesadilla en la que aparezco haciendo cola en el McDonald’s de las Cíes. Ojalá el parecido se quedase en el nombre de los bares y, como canta Quique González, el juego fuese encontrar el bar que se llama Las Vegas en alguna parte. En alguna parte.

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