Opinión

Yo fui choni

Quizá sea usted una mujer o un hombre adulto respetado en su trabajo, apreciado en su entorno social,bebedor de buen vino y gintonics a ocho euros, a quien no le haría la mínima gracia que sus compañeros de trabajo viesen sus fotos del instituto. Quizá haya empezado a salir con alguien que requiera insistentemente material fotográfico de su adolescencia y quizá se esté usted resistiendo con peregrinas excusas que refieren la manía de su madre de sacarlo todo del sitio. Quizá tenga bien a las vista las fotografías de cuando era una monada que medía cincuenta centímetros —en Facebook e Instagram— y, sin embargo, no encuentra por ningún lado las otras. Las de los granos, el pelo pincho oxigenado con mechas amarillas, los piercings, los tatuajes hechos en propia carne clavando un compás —para poner las iniciales del amado—, la Trango, las botas de pisar cráneos, las medias de rejilla y los calentadores de lana por encima. Las de la época gótica y las del tanga por debajo del sobaco.

Seguramente usted querría borrar parte de su pasado, se avergüence de sí mismo, reniegue de su yo adolescente. Puede incluso que usted sea de ese tipo de adultos que agradecen al grupo Inditex que sus hijos e hijas puedan vestir con cierta clase e incluso discreción. Homogéneos, sin estridencias, cortados por el mismo patrón.


Cuando paso por delante de un instituto me entra aprensión al ver a las niñas vestidas igual que yo, igual que sus madres. Elegantes, discretas y pijas


El otro día mi amiga Marta decidió enviar al grupo de whatsapp de la pandilla una foto del instituto en la que alguien sobresalía, inevitablemente, sobre todos los demás. Era yo. El pelo rosa, los pantalones amarillos de campana, la chaqueta naranja de cremallera, el bolso de purpurina. Se trataba de una excursión a Madrid de segundo de Bachillerato y mi look iba acompañado de muchos piercings de colores fosforitos en orejas y cara. Allí, al lado del Museo Reina Sofía un grupo de chavales de Pontevedra de 17 años coqueteaban con los primeros cigarros y pensaban en el próximo año: el primero de la universidad. Yo no sé en qué coño estaba pensando ni por qué decidí salir así vestida del hotel. Recuerdo que un compañero de clase, al que odié durante diez años por aquel comentario, se rió de mí burlescamente al subir al autobús. Recuerdo también que alguien dijo en un bar que yo no pasaría un control en el aeropuerto por la cantidad de metales que llevaba colgados. Francamente, aquello generó en mí un sentimiento de orgullo —una no va así vestida para pasar desapercibida— y la idea de que mi excesiva forma de vestir me hacía especial. La discreción no formaba parte de mi sentido de la estética pues ser adolescente implicaba, sobre todo, ser diferente a los adultos. Esos seres grises y aburridos.

Los últimos 90 y los primeros 2000 fueron muy crueles en cuanto a estética juvenil. El chonismo estaba de moda y ser guay —o intentarlo— pasaba por ser choni para nosotras, y malotes para ellos. La ropa se compraba en pequeñas boutiques especializadas en moda choni o en la feria de a Xunqueira y entrar en el Zara —la única tienda que Inditex abrió antes del 2000 en Benito Corbal— significaba acompañar a tu madre. Las tallas para chicas canijas y con retraso en el crecimiento no existían, porque en Zara se pasaba de la ropa de niña a la ropa de mujer y yo era una mujerniña (o mujeriña) en toda regla. Además de los pantalones de maxicampana bien bajos de tiro que enseñaban la raja del culo sólo con estirar el brazo, las chicas llevábamos cintas anchas en el pelo, los tops cortos enseñando lorza —vuelven a llevarse pero ahora se combinan con cinturas altas y eso es trampa—, pulseras metálicas hasta el codo y gomina. Mucha gomina. La gomina era una parte indispensable del peinado en chicos y chicas y Giorgi amasó su fortuna en aquellos años mientras Bisbal aseguraba fijar sus rizos con el producto estrella. ¿Coleta? Con gomina para llevarlo bien pegado a la frente. ¿Suelto? Con gomina a modo de diadema para seguir llevando el pelo pegado a la frente. ¿En la melena? Más gomina para “dar formar” a la cabellera y construir una especie de cardado gelatinoso.

Cuando paso por delante de un instituto me entra aprensión al ver a las niñas vestidas igual que yo, igual que sus madres. Elegantes, discretas, pijas, combinadas, con sus largas melenas bien peinadas, maquillaje suave, bisutería fina, bailarinas en los pies, bolso de Bimba y Lola. Sólo algunas atrevidas y antisistema luchan contra el imperialismo de la madurez y han vuelto a poner de moda el pelo de colores…verde, azul o rosa.

El otro día me entró la morriña juvenil y unas ganas tremendas de pintarme las puntas del pelo del morado. Me llené de valor y se lo comenté, por lo bajo, a una de las peluqueras. Ella me miró contrariada, sin entender para qué iba a ponerme yo el pelo de colores con 30 años, y después me comentó la inconveniencia de teñirme con colores fantasía porque se desgastan mucho con los lavados. Estoy convencida de que algo haré al respecto. Todavía sigo siendo la del pelo rosa.

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