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La mili son los padres

Un juez cree haber encontrado la solución a los problemas de losjóvenes: recuperar el servicio militar obligatorio

SOY UN inútil. Entiendo que esto no será ninguna novedad para quien me conozca, pero quiero insistir, reivindicarme. Porque inútiles hay muchos y de muchos tipos, pero yo no soy uno cualquiera, un simple número en el ejército de inútiles que cada día aportamos nuestra ineptitud para hacer nuestra sociedad un poquito más irritante y nuestro futuro un poquito más improbable. Yo soy un profesional, un inútil con papeles.

Lo dice así de claro y contundente, inútil, un documento con el sello oficial del Ejército que me dio un médico militar después de echarme un vistazo rápido, lo justo para diagnosticar lo evidente. Por la cara de desdén que puso al estampar el sello, todavía no sé si fui yo quien me libré de hacer la mili o era el Ejército el que se libraba de mí. Tampoco me paré a preguntar, por si acaso, salí a paso ligero de la consulta cumpliendo sin rechistar y con una valentía casi suicida la única misión al servicio de mi Patria que se me encargó: vete a casa, inútil.

Como no me paré a preguntar, tampoco supe nunca si se trataba de una inutilidad parcial -digamos que para obedecer, o para matar por mi país, o para sufrir amputaciones traumáticas por metralla, o para entonar marchas militares- o era absoluta. Sospecho, por cómo han ido las cosas luego, que era general, que supongo que es lo máximo que se puede ser en el Ejército tanto para bien como para mal. Creo, en cualquier caso, que todos salimos ganando, sobre todo yo, que desde entonces he llevado mi inutilidad por bandera, con profesionalidad y orgullo, todo por mi Patria.

También el Ejército ganó, seguro. Unos pocos años después ya todos nos dimos cuenta de que, por el bien de la Patria, hay cosas, casi todas, que es mejor dejárselas a los profesionales, en especial si son cosas de hacerse daño: se eliminó el servicio militar obligatorio, mutilando de paso una de las tradiciones más insufribles de los españoles, el relato a bocajarro de las historias de la puta mili.

He llevado mi inutilidad por bandera, con profesionalidad y orgullo, todo por mi Patria

Las supuestas bondades de la mili para la formación del espíritu nacional e individual no han dejado de ser, sin embargo, un recurso recurrente entre muchos nostálgicos. Me sorprende descubrir uno de ellos en Emilio Calatayud, el juez de menores de Granada que se ha hecho un nombre aplicando condenas y castigos tan imaginativos como ejemplares a los chavales que pasan por su juzgado. Esta semana se ha descolgado con la propuesta de recuperar la mili, "un par de meses de campamento, o sea, instrucción militar. Y los ni-nis, un año o dos". Y remata: "Lo que iba a disfrutar yo viendo marcar el paso a esos niños y niñas que ni estudian ni trabajan y están todo el santo día con el móvil. ¡Un, dos, un dos! ja, ja...",

Para tratar de que la idea no sea tomada por lo que parece, se camufla Calatayud en que también Suecia, "que conforma una de las sociedades más progresistas del planeta", va a recuperar el servicio militar obligatorio, por lo que «los jóvenes de ese país van a tener que aprender a ser soldados, o lo que es lo mismo, disciplina y autoridad, que nunca son mala cosa".

Reducir "aprender a ser soldado" a la "disciplina y la autoridad", en un mundo de guerra cada vez más tecnificada y especializada y en el que los límites del frente y la figura del enemigo están cada vez más difuminados, es como para pensar en enviar a este juez, siguiendo su propio modelo de castigo ejemplar, a patrullar un par de semanas en Afganistán con nuestras tropas, a ver si se lo toma más en serio. Un ejército está para cosas mucho más serias que enseñar disciplina a unos cuantos mocosos sin futuro.

Porque ese es otro de los pequeños problemas que Catalayud decide ignorar en su propuesta: la decisión del Gobierno sueco se debe al aumento de la tensión en la región, principalmente por los movimientos estratégicos de Rusia, y por su dificultad para encontrar soldados profesionales para proteger su integridad territorial. No tiene nada que ver con educar a unos jóvenes que, por otro lado y precisamente porque viven en una de las sociedades más progresistas del mundo, cuentan con educación, ayudas y empleos que les permiten ganarse la vida en lugar de tener que permanecer en casa de sus padres sin ninguna esperanza.

No es, desde luego, el caso de España, donde más de la mitad de los jóvenes están no solo en paro, sino con muy escasas posibilidades de encontrar un trabajo digno que les permita mirar al futuro, ni siquiera en el Ejército profesional. No parece que la principal necesidad de unos chavales sin esperanza sea aprender obediencia ciega y gratuita, aunque es cierto que pueden venirles muy bien un par de años aprendiendo a montar minas, amartillar subfusiles y matar de los más diversos modos: cuando los devolvamos a las trincheras de un país que sigue dándoles la espalda, siempre podrán ganarse la vida como mercenarios en las guerras de Oriente Medio o dando un golpe de Estado a sueldo de algún jefe tribal en algún rincón de África.

Habríamos formado al menos, eso sí es verdad, unos profesionales con algún futuro. Y ya hemos quedado en la importancia de ser un profesional, lo mismo para soldado, que para educador, que para juez. Incluso para inútil.

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