Opinión

Virus o veneno

CUANDO EL presidente de la Comisión Europea, Jean Claude Juncker, afirmó, recientemente, que el nacionalismo es un veneno que amenaza a Europa, formuló un diagnóstico acertado pero incompleto e insuficiente. El nacionalismo es letal como el veneno; pero el veneno, una vez que se conoce, se puede combatir suprimiéndolo y prohibiendo su uso y consumo. Además, ingerir el veneno produce un efecto instantáneo e inmediato. No cabe tomarlo en pequeñas dosis; en cambio, el virus es un mal más sofisticado que se produce casi sin notarlo y que, además, cambia o ‘muta’ con frecuencia para no ser descubierto o ser más difícil de eludir y evitarlo.

El veneno mata; pero el nacionalismo nunca muere del todo. No es ni siquiera como el río Guadiana que desaparece y reaparece. Es más bien como la ‘Hidra’, o monstruo mitológico de las mil cabezas o, como el ave Fénix, que renace de sus propias cenizas.

El peligro del nacionalismo no reside en ser identitario, pues la afirmación propia, individual o colectiva, es tendencia natural y común a todas las personas. Su gravedad reside en que no sólo es exclusivo sino que, además, es excluyente y, sobre todo, ‘supremacista’. Y esta cualidad supremacista lo convierte en xenófobo y expansivo.

Es elocuente comprobar cómo el separatismo catalán, ante su fracaso de crear unilateralmente una república independiente y sentir próximo el horizonte del ingreso en prisión de alguno de sus dirigentes, quiere ‘salvar la cara’ recurriendo a subterfugios como "no estábamos preparados", "no teníamos mayoría suficiente" y, finalmente, que "hay otras alternativas al independentismo", intentando purgar su gran mentira y estafa ante sus seguidores, para minimizar la gran frustración y desengaño que se produjo entre los mismos, pues es lógico que, cuanto mayor es la altura de la que uno se cae y más cerca estaba de la meta perseguida y no alcanzada, mayor es la decepción y desesperación que causa en sus adictos.

Como dice un viejo refrán popular "aunque la mona se vista de seda, si mona es, mona se queda» y aunque el «león se ponga piel de cordero", es difícil tener que desandar el camino recorrido que conducía, inevitablemente, al precipicio.

Destacar lo propio, es decir, lo autóctono es afirmar la propia identidad; defender ser mejores es apostar por la aristocracia del pensamiento, la inteligencia, el mérito y el esfuerzo; pero defender ser seres superiores a los demás es provocar la exclusión y el enfrentamiento. Por eso se dice que el patriotismo se diferencia del nacionalismo en que aquél reafirma los valores propios de cada pueblo y éste se justifica por los valores a los que opone de los demás pueblos, o sea, que el nacionalismo necesita tener o fingir un enemigo y el patriotismo no.

Según palabras del ensayista, Antonio Muñoz Molina, "dentro del nacionalismo están también el fanatismo y el sectarismo; una enfermedad casi incurable". El sectarismo se esfuerza más en remarcar aquello a lo se opone que en demostrar lo que, realmente, defiende.

En definitiva, el nacionalismo es supremacista por naturaleza y esa exaltación o delirio de grandeza ha acarreado a la humanidad grandes fracasos y tragedias. Puede decirse, que el nacionalismo sigue viviendo de un cierto romanticismo o cultivo de la voluntad y el sentimiento; de las emociones frente a las razones y de la realidad virtual frente la realidad diaria que se niega a reconocer.

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