Opinión

Miedo preelectoral a contarnos el futuro

HACE una semana, Rajoy era -y así lo comentábamos algunos- un político acorralado, casi amortizado. Las encuestas decían que el PP ganaría, a la baja y de manera insuficiente, que el PSOE era el segundo y que Ciudadanos pisaba los talones a los socialistas, pero desde la tercera posición. Podemos iba en el pelotón de cabeza, pero en cuarto lugar y distanciándose. Hoy, el panorama, aunque diste mucho de ser definitivo, es otro: Rajoy se ha revalorizado merced a un entiendo que afortunado giro político en los últimos días, Ciudadanos está al borde de sobrepasar al PSOE y la formación de Pablo Iglesias sigue de farolillo rojo entre los cuatro ‘grandes’. Cualquiera de ellos que cometa un error experimentará fatales consecuencias en su intención de voto, dados los estrechos márgenes de diferencia entre ellos, y me refiero a los tres primeros. Cualquier acierto que conecte verdaderamente con las aspiraciones del electorado, por ejemplo a la hora de tratar el problema catalán, hará que una de las tres principales se adelante a las demás.

Pero ocurre, ay, que es perceptible el miedo tanto de Rajoy como de Sánchez y de Rivera a la hora de hacer propuestas verdaderamente novedosas y rupturistas: las campañas electorales están, por lo visto, para dar más de lo mismo al electorado, pero gritando mucho más. Confieso que a mí me gustaría escuchar que cualquiera de los tres, si ganase, invitaría a los otros dos a formar parte de un Gobierno de concentración reformista, que, durante una Legislatura abreviada a dos años, llevase a cabo las reformas, empezando por las constitucionales, que entre los tres pactasen; así, al disolver las cámaras en 2018, se celebraría el preceptivo referéndum para la reforma constitucional ‘agravada’, necesaria en varios artículos, como el que atañe a la sucesión en la Corona.

Ese mismo referéndum, adaptado con inteligencia, flexibilidad y valor a la coyuntura, podría servir de indicio -no vinculante-- para conocer si los catalanes aceptan o no las reformas constitucionales que puedan afectarles -por ejemplo, una disposición que sería añadida, reconociendo la personalidad de Cataluña como una nación dentro de España--. Con ello, el avance para el futuro de la democracia española habría sido enorme, puesto que, de alguna forma, se habría consultado no solo sobre la forma del Estado, sino también, de manera indiciaria y no obligatoria, sobre su integridad territorial.

Pero, claro, un plan como este, que implica un enorme salto hacia adelante, provocaría, al no estar aún explicado, algunos chirridos en los sectores más conservadores de la ciudadanía, que castigarían en la votación del 20 de diciembre a quien osase proponerlo ahora. Por ello, forzoso será aguardar al 20 de diciembre, a los pactos posteriores y a los ulteriores desarrollos políticos, para saber hasta dónde puede llegar la imaginación y el coraje de nuestros dirigentes políticos. Estancarse ahora en las fórmulas de siempre sería un error de consecuencias inimaginables.

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