Opinión

Donde comienza el invierno

A VECES somos tan cuadriculados que nos empeñamos en afirmar que las estaciones del año tienen algo que ver con los solsticios y los equinoccios. Como si un fenómeno tan prosaico, tan aburridamente astronómico como la situación del Sol con respecto a la Tierra, pudiese determinar sin más cuándo comienza el verano o se termina el invierno.

Nos sentimos tan cómodos en la certidumbre, nos proporciona tal sensación de seguridad, que nos aferramos a cualquier idea siempre que podamos predecir sus consecuencias. La certeza de que el 21 de septiembre comenzará irremediablemente el otoño, de que el mundo todavía conserva algunos de sus anclajes, en definitiva, es una de esas cosas que nos permiten dormir con tranquilidad.

Pero el otoño podría comenzar otro día. Podría hacerlo, por ejemplo, a mediados de mes. O la primera semana del mes siguiente. En mi caso, el otoño siempre llega en domingo. Un domingo de octubre en el que, como tantos otros, quedas con tus amigos para comer.


Un buen día mirabas por la ventana y ya era Navidad


Os habéis citado a mediodía en un bonito parque que resiste entre edificios en el centro de la ciudad. La temperatura es tan agradable que incluso podría llover. La mayoría de vosotros lleva puesta una prudente chaquetita. De repente, alguien formula una propuesta: «¿Qué tal unas fabes con almejas?». Hace meses que ninguno se ha sentado frente a unas legumbres. Tras el bochorno inaguantable del verano, tienes la impresión de que es un plato de otra época. De un tiempo y un lugar abandonados a su suerte en el medio del calor. Uno comenta lo bien que entrarían esas fabes «con un poco de tabasco». Y es precisamente ese domingo, frente a un puchero humeante en el centro de la mesa, cuando sabes que ha llegado el otoño. Ni un día antes ni un día después.

Con la primavera sucede algo similar. Desde que tengo uso de razón, la primavera ha sido el período comprendido entre el primer día del año que mi familia salía con mis tíos de pesca al amanecer y el día que nos íbamos a la casa de la aldea, inaugurando oficialmente el verano. Ese día mi padre nos despertaba temprano, metíamos todo el piso y parte de la buhardilla en una docena de maletas y nos marchábamos a pasar dos meses al pueblo. Mientras mi madre llenaba un capazo de esparto con latas de conservas, hortalizas, huevos, aceite y víveres suficientes para un retén de doscientos legionarios, mi hermano, mi padre y yo íbamos transportando bultos hasta el garaje y cubriendo con ellos todos los espacios habitables del coche, entre cuyas rendijas nos acoplábamos después, conteniendo la respiración durante los escasos veinte kilómetros del viaje. Cuando aparcábamos, descargábamos el equipaje y nos dábamos el primer chapuzón en la piscina, había llegado el verano.

Para el invierno, por el contrario, nunca había tenido una fecha de referencia. Un buen día mirabas por la ventana y, sin saber muy bien cómo, ya era Navidad. Sin embargo, desde el año pasado ya sé qué día comienza la estación del frío. La época de los regalos y los jerséis de lana y el alumbrado y el turrón y la nieve y las cenas en familia. Una época que ahora incluirá también el día en el que celebraremos el cumpleaños de mi hija. Justo el día en el que comenzará a partir de ahora y para siempre mi estación preferida del año.

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