Opinión

Dothrakis

QUE LOS dothraki se asentaron en Campelo una vez terminada la Guerra de los Siete Reinos era algo que se intuía desde hace tiempo pero nadie se había atrevido a señalar, por si acaso. No hace falta más que darse una vuelta por el puerto o tomar un vino en la de Otilio para descubrir, en muchos de sus habitantes, la morfología propia de los bárbaros descritos por George R. R. Martin en sus libros, unas especificaciones físicas tan particulares que no pasaron desapercibidas a cierto responsable de la serie Juego de Tronos tras cruzarse con Tomás Torres durante un festival de música celebrado meses atrás. Su aparición en la pequeña pantalla, acompañando a Tyrion Lannister en una escena del cuarto capítulo de la última temporada, no ha hecho más que confirmar lo que muchos vecinos de la ría de Pontevedra sospechan desde que la HBO se encargó de llenar nuestros hogares con dragones, caminantes blancos y cuervos de tres ojos: Vaes Dothrak existe y sus habitantes se despiertan, cada mañana, mirando de frente a la Illa de Tambo.

En realidad, que fuese Tomás el encargado de revelar la evidencia no responde más que a la mera casualidad pues, desde su hermano Borja a varios de sus primos. Todos ellos podrían pasar por perfectos dothrakis a poco que uno los adorne con pieles de caballo y abuse de la sombra de ojos. En los medios se destaca que el joven no necesitó de los habituales postizos con los que el equipo de producción acostumbra a caracterizar a los figurantes seleccionados, una muestra más de la pureza conservada por una raza especial que ha sabido adaptarse a los nuevos tiempos sin necesidad de perder la esencia que un día los convirtió en los guerreros más temibles al otro lado del mar angosto. "No lloré pero me emocioné mucho", declaró Marga, su madre, tras la aparición de su mastodóntico retoño en la televisión, quizás la única consciente, hasta ahora, de que sus entrañas habían parido a un auténtico descendiente de los jinetes de sangre.

Como estas cosas en los pueblos tienden a convertirse en grandes acontecimientos, las reacciones no se han hecho esperar y Facebook escupe fuego estos días entre mensajes de aliento y felicitaciones a los familiares del chaval. La mayoría muestran su orgullo por la hazaña de Tomás pero también hay quién intenta arrimar el ascua a su sardina y aprovechar la tesitura de ensalzar a sus propios vástagos, tal es el caso de mi propia madre. Después de muchos años transitando por la calle de la amargura, la pobre mujer no ha podido evitar la tentación de incluirme en el saco de los éxitos locales y, en mensaje escueto pero lleno de satisfacción, se vanagloriaba, esta misma semana, de la proyección que las nuevas generaciones están aportando a Campelo, como si unos pocos renglones escritos a cuchillo pudiesen compararse con formar parte del universo HBO.

Bien sabe el caballo, transporte, alimento y deidad de este pueblo nuestro desde tiempos inmemoriales, que gustosamente habría quemado todos y cada uno de mis textos a cambio de salir en la famosa serie de televisión caracterizado como un fiero guerrero pero mi físico se ajusta más al de los muertos vivientes que al de las hordas bárbaras. La literatura no deja de ser una fantasía sexual propia de enclenques que escriben más novelas de las que venden mientras que la televisión es la única verdad de nuestro tiempo, el sueño de cualquier persona de bien con ganas de prosperar: el mundo, como afirmaba cierto personaje de un popular y violento videojuego, necesita más farsantes y hambre de fama, algo en lo que yo me esmero desde muy tierna edad pero sin éxito.

En realidad, mi gran momento de gloria pasó de largo, del todo olvidado aquel destello reluciente de ingenio tras años de decadencia y relegadas, las pruebas, a unas cuantas cintas de VHS que hoy día resulta imposible reproducir por falta de soporte tecnológico. Durante unos meses llegué a presentar un concurso de televisión en una minúscula cadena local por cable que hizo albergar esperanzas sobre mi futuro, un desaguisado que terminó como el rosario de la aurora y con cientos de personas demandando a la cadena por el precio abusivo de las llamadas a una línea 906. Ya prescrito el delito, me atrevo a decir que yo no era más que la cara visible de un timo orquestado por ejecutivos sin escrúpulos que vestían americanas rojas y hablaban en castellano para aparentar algo, no sé el qué. El concurso imitaba de forma vulgar a la famosa Ruleta de la Fortuna con la salvedad de que todo se basaba en el engaño, hasta el punto de que era yo mismo el que detenía la dichosa rueda en la casilla conveniente aprovechando un tiro de cámara enmascarador. La argucia, despreciable, terminó por ser mi tabla de salvación pues, ante la perspectiva de no cobrar ni una sola mensualidad de cuantas se me adeudaban, cierto día emplacé a mi madre para que participase en el concurso y le entregué el premio máximo, un bote de 68.000 de las antiguas pesetas. Y es que si el finiquito de Bárcenas se hizo famoso por producirse en diferido, el mío no merecería de menor atención mediática por ejecutarse en riguroso directo, ante los ojos de docenas de espectadores.

Volviendo a lo importante, parece que volveremos a disfrutar de Tomás en las pantallas a lo largo de la presente temporada de Juego de Tronos. Él se lo toma con calma, cuentan quienes lo conocen, nieto esculpido a un señor José que solía contarme historias de mi propio abuelo y me enseñó una de las lecciones más importantes que he recibido jamás: "Ni beber con prisa ni vivir con pausa, todo en su justa medida". Es, por supuesto, palabra de Khal.

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