Opinión

El color de los sinvergüenzas

CUANDO SUPE que tenía daltonismo, algunas piezas de mi pasado se alinearon de repente, como de un latigazo, encontrando por fin su sitio en el puzle. Aquel elevado porcentaje de error en preescolar a la hora de elegir las pinturas. Los consiguientes dibujos con árboles de tronco rojo y copa marrón. El desorden cromático que imperaba en la combinación de mis prendas de ropa. La fatigosa necesidad de vislumbrar a lo lejos si la luz encendida en el semáforo era la de arriba, la del centro o la de abajo. Por fin, todo aquello que hasta ese momento me parecía normal, común a todo el mundo, y que en el peor de los casos atribuía a mi propia torpeza, encontraba una explicación plausible.

Lo descubrí una noche de 1999, tomando una cerveza con una chica a la que acababa de conocer. Yo todavía era un crío, y como todos los críos, sentía el impulso primario de hablar sobre cualquier cosa como si pareciese que sabía de qué estaba hablando. Así que, para fingir que tenía mundo, me puse a evaluar los diferentes sabores de varias marcas de cerveza, aparentando que las distinguía. En un momento dado, y a propósito del eslogan 'piensa en verde' con el que en aquella época se publicitaba una de ellas, señalé -con el tono resabido que acompañaba a mi falsa erudición- lo ridículo de haber elegido aquella frase cuando la botella de la marca era marrón.

En ese momento se activó en la incrédula garganta de mi acompañante todo un batallón de interrogantes que desembocaron en el descubrimiento -confirmado poco después por un oftalmólogo- de mi deficiencia visual. Desde entonces, durante cualquier fiesta, las simpatiquísimas preguntas sobre qué color veo yo en realidad acostumbran a revolotear por toda la habitación en el instante en el que alguien descubre que soy daltónico. Lo solemos pasar muy bien con mis respuestas y no resulta en absoluto violento que un desconocido te interrogue en público como si fueses un marciano. Es una sensación tan agradable que a veces incluso cojo mis cosas y me voy.

En realidad, el daltonismo es la pulserita magnética de las taras físicas. En la práctica, es como si no la tuvieses. Apenas te supone algún inconveniente mínimo, como los mencionados sobre la ropa o los semáforos. Hace unos días me mostraron un vídeo donde se comparaban parejas de imágenes para enseñar a la gente cómo aprecia los colores un daltónico. A mí me pareció que las imágenes comparadas eran exactamente las mismas, pero resultó que en cada pareja había una con colores mucho más vivos que la otra. Ya ven. Resulta que no distingo la auténtica belleza de los tomates, los globos y los surtidos de caramelos. Creo que podré vivir con eso.

En compensación, ser daltónico tiene una gran ventaja: es muy útil para no confundir a los sinvergüenzas, sean estos del color que sean. Estos días, parapetados tras sus banderas, mezclados entre personas corrientes que intentan defender aquello que creen justo, se equivoquen o no, me estoy encontrando con muchos. Con demagogos, trileros, canallas y hasta kamikazes. Sinvergüenzas, a fin de cuentas. A veces pueden parecer distintos. El color que representan puede hacer creer a los suyos que lo son. La tonalidad con la que yo los veo, sin embargo, es exactamente la misma. Y les puedo asegurar que son todos iguales.

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