Opinión

El espejo

Han pasado casi veinte años. Fue en la vieja Facultad de Ciencias de la Información, en la Plaza de Mazarelos de Santiago de Compostela, el mismo inmueble que hoy ocupa la titulación de Filosofía. Era por la mañana. Estábamos todos en el plató que había en el sótano. Unos días antes, habíamos realizado varias prácticas de televisión y estábamos comprobando los resultados en la pantalla del estudio. Era primero de carrera y, salvo contadas excepciones, los resultados eran bastante bochornosos. Podría haber sido incluso peor si nuestro profesor no nos hubiese hecho algunas correcciones sobre la marcha mientras realizábamos la grabación. En mi caso, pretendía hacer la entradilla de una noticia para informativos, la primera de mi vida, mientras miraba a la cámara con los brazos en jarras. Marcelo pasó por allí, se quedó observando mi momento de gloria y me espetó: "Pareces el botijero de Aragón". Humillante, pero sin lugar a dudas extremadamente pedagógico. Ejemplarizante fue también su sentencia durante el visionado de esa pieza. Cuando llegó mi turno, todos los presentes, incluido un servidor, pudimos apreciar el triste producto de aquel trabajo. Como el ambiente era distendido, se me ocurrió hacer una broma. Hubiese sido más prudente meter la cabeza debajo de la tierra, como haría una sabia avestruz, o hundirme en el asiento para que el tutor sólo pudiese verme el cuero cabelludo. "Que mal quedou. Non me vexo nada ben. E iso que eu no espello da casa véxome moi sexy". Nuestro instructor puso los ojos en blanco. "Pois o teu espello minte como un cabrón, rapaz". Sucede a veces, cuando uno se pasa de listo o quiere hacerse más gracioso de lo que realmente es. Al final, en vez de reírse contigo, el personal acaba por partirse la caja a tu costa. Una lección más para la vida. Lástima que los seres humanos no siempre estemos dispuestos a aprender lo que otros, con buen criterio, tratan de enseñarnos. Dicen que somos el único animal que tropieza dos veces en la misma piedra. Y el único que bebe sin sed, por cierto. A lo mejor todo esta relacionado. Pimplar y trastabillar. Tiene su lógica.

Hace unos días, durante la celebración de las patronales de San Ramón, en Vilalba, tuve ocasión de ver otra vez a un montón de gente que fue conmigo al instituto. Muchos ya no viven en el pueblo, pero vuelven a casa para pasar las fiestas con su familia. Las fechas se prestan. Estamos hablando de finales de agosto, ese mes tontón y letárgico en el que medio país está de vacaciones, el otro medio recién aterrizado y unos cuantos aún con la ilusión de plegar velas en el postrero septiembre. A algunos y a algunas hacía mucho tiempo que no los tenía de ojo. Antes, nos reuníamos en los bares. Ahora nos encontramos en la explanada donde el Ayuntamiento ha decidido que los feriantes instalen las atracciones de los infantes. Los caballitos, para entendernos. Por una sabia decisión, me atrevo a apostar que de origen político, están desde hace años en el sitio más frío y venteado de todo el casco urbano. Sin duda, muchos individuos de mi quinta tienen una experiencia más dilatada que la propia en eso de subir y bajar retoños de camiones de bomberos, tazas que giran sobre sí mismas y trenes chu-chú. En mi caso, hasta que mis obligaciones parentales me arrastraron a tan concurrido lugar, procuraba apartarme de él con la misma diligencia que lo hace el gato escaldado del agua hirviendo.

Fue especialmente grato comprobar que algunos viejos compañeros y compañeras de pupitre han mejorado su aspecto con el paso de los años. Hay a quien dos décadas encima de la chepa le han sentado francamente bien. Mientras esperaba a que el fruto de mis desvelos más profundos agotase el crédito de fichas que logró reunir gracias a la excesiva generosidad de las aportaciones familiares, me percaté de que incluso podría encasillar a otros individuos en el grupo de aquellos que han soportado dignamente el paso del tiempo. Gente que sin estar mejor, tampoco ha empeorado de forma excesiva su facha. Aquellos que rondando los cuarenta aún mantienen una apariencia más o menos juvenil. Lamentablemente, en otros individuos constaté la evidencia del maltrato al que nos somete el paso del tiempo, pero sobre todo la caprichosa herencia genética, las circunstancias de la vida y los malos hábitos, adquiridos y cultivados. Al lado de esos jóvenes maduros, había señores y señoras de su misma edad. El sobrepeso fulminó las hechuras de algunos cuerpos que en su momento sacaron el hipo. La alopecia hizo estragos en cabelleras que hoy han declinado en cuatro pelos mal colocados para cubrir miserias. Los bandazos de este valle de lágrimas han ensombrecido expresiones que recordaba joviales y añadido bolsas y ojeras a miradas que otrora fueron vivaces. El asunto me dio que pensar.

Al entrar por la puerta de casa me quedé mirando a la imagen que me devolvía el cristal. Me llegaron nítidas, otra vez, las palabras de Marcelo: "O teu espello minte como un cabrón".

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