Opinión

"¡El libro ya está!"

NO ME EXTRAÑA nada que venga de un editor y menos aún de un escritor. Me curé de espantos leyendo La vida nueva, de César Aira, protagonizada por un autor novel y un editor llamado Horacio Achával, que no hacía milagros. Cierto día llegó a sus manos el manuscrito del joven escritor, y se entusiasmó. Era buenísimo. El catálogo de Achával no temía a las extravagancias. Le gustaba hacer apuestas. "Jugar sobre seguro era la peor política que podía adoptar un editor", sostenía. Contradiciéndose de inmediato, se apresuró a confesarle al escritor que con él "jugaba sobre seguro", pues su novela auguraba un futuro brillante. Había llegado a sus manos en el momento justo. Y ese momento "era ¡ya!". El autor, que conoció al editor y firmó el contrato el mismo día, regresó a casa feliz. El editor le pidió que lo llamase en tres meses. Para ese fecha el libro estaría impreso a buen seguro.


Por no parecer impaciente, y también por fobia al teléfono, y quizá por "un hábito inveterado de postergación", el autor dejó pasar seis meses y entonces llamó. Achával le dijo que el libro no estaba listo todavía. Es decir, "estaba casi listo". De hecho el distribuidor lo esperaba, los libreros estaban sobre aviso, incluso las notas de prensa estaban ya escritas. La demora se debía a los correctores de pruebas, un matrimonio de psicoanalistas lacanianos demasiado perfeccionistas. Perfeccionismo con el que no comulgaba el editor, que creía que una buena novela podía sobrevivir a dos o tres errores, incluso a veinte, aunque quizá no a cien. Achával calculó que en cuestión de un mes el libro estaría en sus manos.

Cuando el escritor le confirmó que lo llamaría a la vuelta de un mes, ya sospechaba que no lo haría tan pronto. En efecto, "no lo llamé al mes, sino al año". Fue una llamada proverbial, pues a su vez Achával estaba a punto de llamarlo a él para informarle de que todos los problemas se habían resuelto, y si bien el libro no había sido impreso todavía, lo que faltaba hacer era solo imprimirlo, o sea que todo estaba hecho. En todo caso, lo que faltaba por hacer, se hacía solo, lo que requeriría unos quince días. Acordaron que el escritor contactaría con tan pronto transcurriesen. Pero este dejó pasar dos años. El tiempo para él no tenía urgencias. Había que vivir. No es que dejara de pensar en su novela. Esta era lo más importante, de hecho, pero precisamente por eso podía esperar.

Cuando encontró el número de teléfono, llamó. ¡Menuda sorpresa! Achával tenía buenísimas noticias. Después de un sin fin de pequeñas y grandes tribulaciones, el libro entraba en imprenta, o entraría en unas horas. Al fin había puesto en orden los últimos detalles. La tirada sería de mil ejemplares. El escritor ya se conformaba con uno. "Es decir, me conformaba con verlo". Achával se rió y le dijo que le mandaría veinte. ¿Hablaban, pues, en una semana? Claro. Sin embargo, el escritor se demoró cuatro años en llamar. Al descolgar, el editor soltó un grito: "¡El libro ya está!" Justo acababa de hablar con la imprenta. Se había producido un corte en el suministro eléctrico, pero apenas se resolviese empezarían a imprimir. ¿Por qué no quedaban al día siguiente, y Achával le entregaba un ejemplar en mano? Buena idea, salvo por que al día siguiente era festivo. Aplazaron el encuentro 24 horas. Se llamarían para concretar.

El escritor llamó, pero más tarde. ¿Cuánto? Siete años más tarde. Al menos eligió el momento perfecto: el libro estaba hecho. Un rato antes le habían dicho al editor desde la imprenta que había salido en una camioneta. Tal vez ya estuviesen abajo. Iría a mirar. Si el escritor lo llamaba en dos minutos a lo mejor le daba la gran alegría. Según una progresión que ya se había vuelto una íntima tradición, telefoneó diez años después. Para ese día, al fin los libros estaban en casa de Achával. Cuando su autor le preguntó cómo habían quedado, el editor no supo responder: se los acababan de traer y no había abierto las cajas. Le pidió diez minutos, el tiempo que tardaba en bajar al garaje. Colgaron. Pasaron quince años, veinte, veinticinco, treinta años, y el escritor aún no lo había llamado. Ya no recordaba ni de qué trataba su propia novela.

Comentarios