Opinión

Embadurnes de Estado

LO DE que el hábito no hace al monje debió de ser en tiempos de María Castaña, cuando la imagen era ingrediente accesorio. Hoy, un cenobita zarrapastroso y desaliñado, aun siendo virtuoso, no tiene cabida ni en su comunidad. Y no digamos ya los políticos, cuya apariencia juega un papel esencial en su táctica de camelar al público. Por eso la cuidan tanto y por ello se rodean de asesores de imagen. Nada que objetar siempre y cuando el adonismo sea por cuenta propia. Lo peor es cuando se convierte en un derroche de Estado, que es lo que le ocurre, parece, al presidente francés. Como ya saben, en solo tres meses, Emmanuel Macron, el regenerador de la política gala, fundió 26.000 euros de las arcas públicas en maquillarse, con maquilladora incluida, factura que, por mucho que cuesten las cremas del acicalado, escandalizó a los franceses por abultada. Lo cierto es tampoco debieran de sorprenderse tanto: en su día, Sarkozy y Hollande protagonizaron parecidos desenfrenos por el embadurne, de los cual se deduce que debe tratarse de un hechizo del Elíseo, que exhorta a untarse con capa sobre capa.

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