Opinión

La perversión del lenguaje

EL LENGUAJE articula el pensamiento, lo modula y lo expande, y es también una herramienta que puede ser empleada con fines perversos, retorciéndola para alcanzar propósitos que se alejarían en caso de hacer uso de ella de modo natural. Esto es especialmente cierto cuando hablamos de política y de la política, el arte de desdecirse. En efecto, igual que el blasón de un jurista debería mostrar una frase como dura lex sed lex, en el de un político no podría faltar una sentencia más chusca pero igualmente certera como donde dije digo, digo Diego.

El lenguaje se maneja en política como un panadero hace lo propio con la harina: se le magrea y echa agua hasta que el resultado favorece nuestros intereses. Luego la cocción hace que se levante la masa. El domingo pasado hablaba aquí Cota de aquella genialidad del "despido en diferido" de Bárcenas. Una forma de salir del paso que ha pasado al inventario de lugares por donde huir y oir se emplea para multitud de situaciones.

Hoy en día hay que tener cierta experiencia para interpretar los discursos políticos. Hay que saber leer, no ya entre líneas, sino debajo de ellas, cuando no sobrevolándolas. Hoy se le llama referendum a casi cualquier cosa y en cambio nadie sabe qué es exactamente una declaración de independencia. Si hay algún ámbito en el que podemos imaginar que se acepta pulpo como animal de compañía, ese es el que delimita la política; ¿para cuándo anuncios del Scatergoris en los pasillos del Congreso?

Nunca como en estos días hemos sido tan reacios a llamar a las cosas por su nombre. Vivimos tiempos en los que a la crisis se le llama desaceleración, reajuste de personal al despido masivo, desfavorecidos a los pobres...

Si usted anda por ahí con una rojigualda con un pajarraco pintado porque es un admirador del Movimiento, sepa que es usted en realidad un inmovilista. Las paradojas son muchas. El PSOE sigue llamándose socialista y obrero, y el partido más elitista se autodenomina popular. Aunque ahora lo que se llevan no son las siglas sino los mensajes: Unidos Podemos o Junts pel sí; los vocablos han sustituidos a las letras: Ciudadanos, Bildu (reunir) o el más superpoético En Marea. El lenguaje tiene poder.

Aquel No es No que soltó Hernando ante la prensa para explicar la negativa de Sanchez a la investidura de Rajoy era en realidad un arma cargada de futuro. Esa frase fue la artífice de la resurrección de Sánchez tras su defenestración a manos de los suyos. Fue el mantra que aglutinó a sus partidarios por todo el territorio, el cántico con que lo recibían sus huestes y el axioma que se asoció a la integridad dentro de un partido que buscaba un rumbo.

El lenguaje se presta a triquiñuelas y los políticos lo emplean como verdaderos trileros, conscientes de su capacidad para servir como dinamita o como parapeto, de catalizador o de somnífero, para emocionar o para entretener.

Cuando una expresión molesta, se crea un sucedáneo más ligero.Los eufemismos se han instalado en nuestra vida y en ocasiones resulta complicado descifrar el término al que sustituyen. Detrás está la tiranía de lo políticamente correcto, que en muchas ocasiones saca a la luz lo realmente estúpidos que somos. Nunca como en estos días hemos sido tan reacios a llamar a las cosas por su nombre. Vivimos tiempos en los que a la crisis se le llama desaceleración, reajuste de personal al despido masivo, desfavorecidos a los pobres, la guerra es un conflicto bélico y el soborno tráfico de influencias, mientras que mentir es faltar a la verdad.

Por último, citemos el encuentro de la corrección política con la versión más exacerbada del feminismo. Juntos pueden subir las cotas de insensatez a lugares inimaginables, como aquel "miembras" de B. Aído. Y es que una cosa es que el machismo lo impregne (aún) casi todo y otra combatirlo haciendo el ridículo. O la ridícula.

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