Opinión

Morir en cámara lenta

LO EXPLICÓ García Sabel en su libro Paseo alrededor de la muerte. Ajenizamos nuestro fin pese a que la muerte es, desde que nacemos, una compañera inseparable. Pero la rechazamos, en un autoengaño pueril: la muerte es esa cosa que solo les sucede a los demás. En Con las horas contadas, de Rudolph Maté, Edmon O´Brien entra en una comisaría y le dice al inspector "vengo a denunciar un asesinato". El policía lo mira. "El asesinato de quién". O Brien responde "el mío". Y le explica al inspector que lo han envenenado con una sustancia que hace efecto paulatinamente, hasta matarte en 48 horas.

Clemente, el peluquero bueno, sabía que se moría e hizo como O´Brien en Con los horas contadas, porque en la peli, O´Brien tampoco contaba su fin a nadie. Y conste que algo barruntaba yo. Demasiada emoción, demasiado agradecimiento anticipado. Demasiado llanto contenido en unos ojos algo vidriosos que sin embargo no lograba imponerse a un físico ágil, dinámico en el paseo diario, plenamente normal. Pero su mirada y su comportamiento, ahora lo entiendo, denotaban conocimiento de la muerte, esa percepción infalible de saber completado el ciclo. Hoy sé que sabía. Y qué entereza, joder. Qué lección. Con que huevos fue capaz de mirar a la muerte para decirle "ven si quieres, porque yo ya he cumplido".

Quizá lo único que puede ocurrírsenos cuando el sueño eterno se nos acerca con su sopor irresistible, con ese vencimiento tan característico del Pedro chosco infantil. A qué oponerse a la muerte, única batalla perdida nada más nacer. Fue en abril. Vino resuelto hacia mí: "Cuánto me río contigo los domingos, Bernardo, cuánto". Y entonces, tímidamente: "Bernardo, verás, yo quería agradecerle a Pontevedra que me acogiese y me diese la oportunidad de vivir de mi profesión. Quería mandar una carta al director del Diario, si tu pudieses verla y corregírmela…". "¡Pero qué dices, chaval! A un tío como tú le dedico una página. Me encargo yo". En fin, lo que conté en mayo. Pero en mayo no sabía, aunque quizá sí intuía, que Clemente se moría. Así que le preparé una de esas nostalgias que me arañan tanto, una elegía a un vivo ignorando que era una morriña premoriente. Desconociendo, imbécil de mí, que él sabía que se moría. Algo maliciaba, pero no reparé cabalmente en que estaba preparando, premeditada, alevosamente su esquela. Eso no. Me engañó Clemente. Pero que engaño tan tierno, que trampantojo tan paternal, tan genial y discreto. 


"Me engañó Clemente. Pero que engaño tan tierno, que trampantojo tan paternal, tan genial y discreto"


Después de la columna de mayo apareció en mi despacho, me abrazó y me dijo entre lágrimas que le había llamado todo el mundo para felicitarlo. Me emocionó su abrazo emocionado y, a qué negarlo, no me reprimí. Qué de malo en las lágrimas que nacen de tan adentro, de esa sima profunda que alberga las emociones. Y es verdad. Lo abracé y desconfié. Porque sentí el abrazo de una hipotermia embrionaria, como abrazar esa suerte de vuelta a la vida a través de la muerte. La nebulosa de la que provenimos y a la que volvemos. Claro que desconfié. Porque ni la columna era tan buena ni en ella se acababa nada. Todo lo contrario. Su forma de subir las escaleras para venir a verme, su lucidez pugnaban con la idea cabrona de que pudiese pasarle algo. Qué coño va a pasar donde no aprecias la fatiga sugerente y delatora del final. Pero sí pasaba. A Clemente le había telefoneado la muerte. Y él la dialogó, le dio párrafo. Le dijo que no le temía. 

"¿Me harías el favor de darle este detalle a equis, a ‘igriega’ y a zeta…?”, me dijo. Unos obsequios a quienes habían dejado en tinta una parte de su vida. Y ahí me convertí, sin saberlo, en una suerte de legatario fúnebre, ignorante, aunque cumplidor gustoso del encargo encomendado. Feliz porque la voluntad de los muertos es de las pocas cosas ante las que me bajo los pantalones. Y más ante la suya. Porque no era una voluntad cualquiera, la de un muerto al paño, tampoco la de un muerto de andar por casa. Era la voluntad de un vivo valiente que se sabe morir y pretende dejar sus cosas arregladas, colocado cada agradecimiento en su preciso estante. Y entonces, como dicen los yanquis, caminó hacia la muerte, con un par y el deber cumplido, frente alta, corazón limpio. Elegante y pontevedrés hasta en la fecha elegida para dejarnos, porque ya tiene clase ser pontevedrés y morirse en la semana de la Peregrina. 

Sí. Ya sé que hay castillos hechos de orgullo, fortalezas de terquedad que solo pueden ser tomados por el amor. Aquello de Boby Evans, o sea las tres maneras de contar las cosas: la tuya, la mía, la verdadera. Y ninguna mentira. Allí en el Blanco y Negro, cuando se le venían las lágrimas a los ojos ¿quién coño iba a sospechar que sabía? Le hubiera llamado todos los días, le hubiera invitado a comer, le hubiera arropado con mi amistad y mi cariño lo mejor que hubiera sabido, porque Clemente era como un agricultor de la amistad. Amigos le sobraban. Pero quien iba a sospechar que aquella columna era, en realidad y así lo quería él, su despedida póstuma, su adiós definitivo al paisaje y al paisanaje que amaba. Y entonces la hostia suprema el miércoles: el Diario, parte superior de la portada: fallece Clemente Matos. Y yo sin creérmelo aunque le había dicho a Bea, cuando abrí su obsequio ¿no le pasará algo a este hombre? Y que si le pasaba. 

Hablaba antes de los castillos de orgullo. El orgullo es eso que diferencia al ser humano de los animales. Tienen ellos la suerte de no saber qué cosa es. Pero ese sentimiento no le impidió hablarme de quién no puedo nombrar para decirme que lo amaba como se ama uno a sí mismo, más allá de diferencias y silencios. 

Luego vino su funeral en esa fortaleza verde que es Valga. Y allí estábamos sus amigos. Me preguntó uno por qué Pontevedra no le había tributado algún tipo de homenaje. Lo corregí. ¿O es que hay algo más pontevedrés que el Diario?. Pues aquí dos. Dos homenajes. Por si hubiera duda. Este antes de irme a descansar. Para él. Mi última 'Callarse Becerros' porque a él le encantaba el título de mi página. Decía Henry Miller que si la vida le hubiera proporcionado la oportunidad de ser una estrella la rechazaría; que si le hubiera proporcionado la ser Dios, igualmente la rechazaría: la oportunidad más maravillosa que ofrece la vida es la de ser humano, porque incluye el conocimiento de la muerte, del que ni siquiera Dios goza, porque Dios es inmortal. Clemente se nos ha adelantado en ese conocimiento. Será lunes o martes. Hará sol o nublado pero todos entraremos algún día en ese mismo conocimiento. Quede aquí, aun a riesgo de ser reiterativo, mi recuerdo agradecido a Clemente. El único pontevedrés al que he dedicado dos columnas. Más que merecidas.

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