Opinión

Ocho horas libres

UN BUEN amigo —uno de esos con los que hablas poco y a los que ves menos— me comentaba hace unos días, al cruzarnos por la calle, que acababa de ser obsequiado con varias horas libres. Me explicó que había reservado aquella mañana para realizar algunas gestiones en el ayuntamiento, en Hacienda y en Correos, pero por un capricho del azar, antes de las diez ya había terminado. De repente, tenía toda la mañana por delante. Unas cuantas horas de regalo a su entera disposición. Estaba tan emocionado que todavía no sabía qué iba a hacer con ellas. "Tal vez las use para ordenar de una vez la buhardilla", reflexionó en voz alta.

Pocas sensaciones hay comparables al entusiasmo con el que uno obtiene un tiempo libre con el que no contaba. Es un fenómeno excepcional. Casi irrepetible. Un buen día, mientras desayunas, recibes una llamada de tu jefe. Te explica que la empresa te debía algunas horas y que ese día no hace falta que vayas a trabajar. De pronto te sudan las manos y el corazón se te acelera. Íntimamente, te molesta un poco que te lo comuniquen de forma tan repentina, pero al mismo tiempo, es justamente esa precipitación la que resulta estimulante. Tú te habías mentalizado para marcharte a trabajar y de golpe estás comenzando un día libre para el que no has planeado nada. Te han regalado tiempo. Un bonus extra. Y puedes hacer con él lo que te plazca.

Tu primera impresión es la de que ocho horas libres inesperadas son mucho más fecundas y su duración es mucho mayor que la de ocho horas libres con las que ya contabas. Dan mucho más de sí. A veces, en un día de ocio surgido de la nada, cabe toda una semana de vacaciones. Ésa es la principal diferencia con esa quincena escuálida que te has cogido en septiembre y que no alcanza para nada. La estabas esperando. Ibas contando los días hacia atrás. Y cuando por fin llega, se te escurre entre los dedos mientras haces zapping aburrido en el sofá pensando cuál podría ser un buen plan para esas vacaciones.

Porque una cosa es perder el tiempo por pura desidia y otra muy distinta perderlo con toda la intención. Una de las mejores formas de aprovechar unas cuantas horas libres, a fin de cuentas, es desperdiciándolas a conciencia. Sin embargo, cuando a uno se le presenta un día de regalo por delante, uno cuya posibilidad ni siquiera se intuía hasta instantes antes, la voluntad suele ser la de exprimirlo hasta la última gota. Constituye unas pequeñas vacaciones fortuitas; casi cercanas a la clandestinidad. El mundo entero se encuentra absorto en sus obligaciones, preso de un horario implacable y frenético, mientras tú, amparado por la privacidad de tu secreto, recorres las calles a un paso distinto. Un ritmo que se despega del que rige los movimientos de la ciudad, siempre nerviosa y caótica. El semáforo se pone en verde, las calles se vierten unas en otras y tú lo contemplas todo con satisfacción, sabiendo que hasta dentro de unas cuantas horas, dispones de todo el tiempo del mundo.

"Tal vez las use para ordenar de una vez la buhardilla", comenta tu amigo creyendo que las horas libres imprevistas están hechas para ser empleadas como si formasen parte de un domingo cualquiera. "Deberías aprovechar para viajar —le contesté—. Siempre has dicho que querías conocer el Tíbet". Y me marché calle abajo sin decir nada más. Acababa de tomarme la tarde libre.

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