Opinión

Payasos y fieras

Miro a un lado y otro de la derrota y solo veo a gente celebrando victorias: ¿De qué se ríen?

LOS MIRO abrazarse, cantarse, felicitarse, aplaudirse... y me pregunto: ¿de qué coño se ríen? Miro a un lado y otro de la derrota y solo veo gente celebrando victorias. Cada vez entiendo menos, y eso que el punto del que partía tampoco era como para presumir.

Veo un Parlament semivacío en el que dicen el momento álgido de su historia. Veo a los diputados que han arrastrado hasta ese abismo las ilusiones de unos catalanes a los que prometieron el cielo cuando solo podían ofrecerles la penitencia del juicio final. Los veo esconderse cobardes, en esa imagen para la historia, tras el voto secreto, mientras piden a la gente que plante cara en la calle, en el trabajo, que se juegue su libertad y su sustento por un ideal que para ellos no merece más riesgo que una urna avergonzada y dos papeletas en blanco. Como si alguna cosa que merezca la pena, cuánto más una patria, pudiera surgir de un gesto tan mezquino. Pero los veo cantar y abrazar y felicitar como si fueran valientes soldados que regresan tras una victoria épica, como si nadie los hubiera visto. Y no entiendo nada.

Veo a unos senadores despertando de su sueño eterno, de su ganada insignificancia, de la irrelevancia arrastrada durante años de siestas y dietas, sacando pecho de padres de la patria. Como si se hubieran merecido un protagonismo que solo pasaba por allí por casualidad, como si hubiera ido a dar el pésame. Veo a los residuos reciclados de la partitocracia erigirse en los mamelucos del estado de Derecho, mientras aplauden con estruendo el triste anuncio de la intervención de una autonomía, como si fueran la Guardia Mora ante la perspectiva del pillaje de la plaza rendida. Ríen el fracaso del diálogo y la negociación como si la democracia fuera un circo de payasos y fieras. Y tampoco entiendo nada.

Todo este asunto ha sacado de sus cuevas y sus mausoleos a lo peor de lo que somos


Entre tanto vencedor, he de asumir que el derrotado soy yo. Me lo gritan también las calles, vestidas de celebración, que no pare la fiesta de la democracia. Veo esteladas presumiendo de vigor, dopadas de razones que imponer a otros muchos miles de abanderados sin banderas ni ganas de que les razonen a hostias. Veo rojigualdas que apenas se acaban de sacudir los pollos que aún pugnan por hacerse oír entre los pliegues de las telas recién estrenadas, que chillan "Constitución" y "unidad" y "ley" pero suenan a "caña, caña, caña". Y no quiero entender nada.

No sé cómo acabará esto, a lo mejor incluso bien. España, con nuestros defectos, es un país pleno de modernidad y con una democracia a la altura de cualquiera de nuestros pares. Si nadie se pasa de frenada, el orden institucional y el sentido común acabarán por imponerse, aunque tengan que hacerlo de la manera más radical e incontestable de la que una democracia es capaz: votando. Los políticos y las instituciones de un lado y otro acabarán con toda seguridad muy tocados, pero los primeros son por fortuna fácilmente reemplazables y las segundas suelen crecerse y afianzarse en las reformas.

Lo que ahora no alcanzo a ver ni con mis mejores deseos es cómo vamos a arreglar lo de las calles. Todo este asunto ha sacado de sus cuevas y sus mausoleos a lo peor de lo que somos. A aquellos que hasta ahora tolerábamos como anécdotas desagradables pero intrascendentes, pero que ahora se han rearmado y envalentonado para pasear sus orgullos excluyentes como si la calle nunca hubiera dejado de ser suya y los demás no tuviéramos cabida en ella.

Como único consuelo, si hubiera posibilidad de consolar, me queda que seguramente serán esos políticos irresponsables que desde un lado y el otro nos han empujado hasta esta situación los que acabarán lamentando el haber despertado a las hienas.

Me temo que el catalanismo que hasta ahora había utilizado la senyera para envolver sus días de poder y tres por ciento sufrirá una sangría de votos por el flanco del radicalismo independentista, decepcionado con sus indecisiones y sus promesas incumplidas.

Y supongo que la derecha española, que durante tanto tiempo ha presumido de una amplitud de principios suficiente como para ofrecer cierta comodidad a la extrema derecha xenófoba, racista y antisocial, también se arriesga a perder un buen número de apoyos por ese lado.

Una vez que este tipo de gente no solo ha perdido el miedo a ser señalada por la calle, sino que ha sido aceptada como abanderada por políticos irresponsables que piensan que van a poder domesticar a la bestia, será muy difícil hacerla regresar a su cueva. Probablemente hayamos asistido al nacimiento de los movimientos populistas excluyentes que tanto nos aterran en otros países y que aquí tan orgullosos estábamos de mantener a raya.

Ante todo esto, a los que no entendemos nada todavía nos queda el arma más poderosa de la que se puede disponer en democracia: el voto, todavía el nuestro vale tanto como el suyo. No sé si es una ventaja o un problema, pero depende de cada uno de nosotros.

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