Opinión

¿Qué me pongo?

La esclavitud a la que nos somete nuestra imagen nos obliga a reinventarnos como alguien nuevo cada mañana. Nos preocupa cómo nos vean al salir de casa, y se entiende

Vestirse cada mañana de una manera distinta a la anterior es un reto estimulante, complejo y a veces angustioso, capaz de desesperarnos. ¿Quién no ha lamentado, delante de un armario a rebosar, con decenas, casi centenares de prendas, que no tiene ropa? Nos preocupa la reincidencia. 

En la ficción de que cada día somos un poco diferentes, aunque sea porque estrenamos una camiseta o recuperamos con los primeros rayos las gafas de sol, la jornada se hace más ligera, menos inefable, más amistosa. En las peores épocas, vencido por la desazón, cualquier momento es preferible al minuto en el que abres el armario y, con escrupulosa rutina, te preguntas a media voz: "¿Qué me pongo?".

La dictadura de las pequeñas decisiones, por miles, a las que uno se rinde es lo que a veces nos lleva a presumir que la felicidad total consistiría en no hacer nada y ser perfectamente invisibles. Qué no daría yo, y cualquiera, porque estas columnas se escribiesen solas, por ejemplo. Pero lo peor no es sentarse y preguntarse, en voz baja y desesperada, "¿Qué escribo hoy?", sino algunos días vestirse previamente. Ya en la jornada que Catalina la Grande iba a acaparar el poder con un golpe palaciego contra su marido, el zar Pedro III, se volvió hacia su doncella y le preguntó: "Hoy me apodero de Rusia. ¿Qué vestido me pongo?" Zarandeados por las posibilidades que ofrecen los armarios, no resulta extraño sentirse solos, rotos, abandonados a la suerte, frente la necesidad de combinar, pongamos, unos pantalones, una camisa y unos zapatos diez minutos antes de salir. Todo sería más fácil, y de una tristeza casi aceptable, si solo tuviésemos un pantalón limpio y uno sucio, un jersey con bolas y uno que odiásemos, una camisa feísima y otra sin planchar, y unos zapatos rotos (y aún así maravillosos) y un par casi nuevo. La vida, sin embargo, nos ha castigado con la abundancia y el caos, de modo que la complejidad de los armarios por dentro compite con la confusión que reina por fuera. La esclavitud a la que nos somete nuestra imagen nos obliga a reinventarnos como alguien nuevo cada mañana.

Nos preocupa cómo nos vean al salir de casa, y se entiende. ¿Pero qué pasa cuando no sales? ¿Qué te pones? Nos las vemos con un debate soterrado, silencioso, del que hay apenas ecos en las revistas de moda y tendencias. Cada vez somos más los que trabajamos en nuestra propia vivienda y sufrimos el desasosiego de no saber qué vestir para quedarnos en casa. Recuerdo cuando al principio, rendido por el viejo placer de trabajar descalzo y cómodo, me dejaba llevar en pijama hasta media mañana, y si hacía mucho calor, en calzoncillos. Algunos días, después de ducharme simplemente me ponía un chándal, o en el colmo, un segundo pijama, tal vez a cuadros, en imitación de una elegancia baldía. Me animaba diciéndome que solo por eso ya me parecía al gran Albert Cohen ligeramente.

En 1977, el periodista Bernard Pivot acudió a entrevistar a Albert Cohen en su residencia y entonces reparó en que vestía una camiseta blanca y encima una bata de casa granate. Cuando le preguntó por el sentido de esa ropa, el escritor respondió con naturalidad que se trataba del "uniforme nacional de mi casa".

Pasados los primeros meses, escuchaba los tacones de los vecinos de arriba, a punto de salir a trabajar en una inmobiliaria él y a una tienda de ropa ella, y de pronto añoraba los gestos incómodos, como trabajar con botas o con chaqueta, o peinado con espuma. No tardé en abandonar el pijama y el chándal. Mi propia casa, y mi trabajo, merecían otro respeto. Cada vez que salía al pasillo y me veía en el espejo, me recordaba a esas manzanas que pasan meses en la nevera hasta que empiezan a dar lentas y optimistas señales de podredumbre. Me duchaba a primera hora, como si llegase tarde al estudio, que se encontraba en la habitación de al lado, dando dos pasos a la derecha, y me situaba ante el armario.

En función del tipo de texto que tuviese que escribir, elegía una ropa u otra. Hace dos semanas, mi pareja llegó a mediodía y me encontró escribiendo en chaqueta, corbata y chanclas. Me miró como si pensase "¿Y este imbécil?". "He acabado la novela", respondí con la frase más importante y solemne de mis últimos tres años.

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