Opinión

Tragedia nacional

PERÚ Y Argentina se enfrentaban en la quinta jornada del torneo clasificatorio para la olimpiada de Tokio y la expectación en la ciudad era máxima. Aquel domingo, Lima acogía también una famosa competición automovilística, las Seis Horas Peruanas, y muchos de los asistentes se dirigieron al Estadio Nacional en cuanto los motores dejaron de rugir. Huelga decir que los falsificadores y reventas encontraron un filón con la celebración del partido así que las gradas se encontraban atestadas desde primera hora de la tarde. Ante las protestas de la marea humana que esperaba en los aledaños blandiendo una entrada, las autoridades decidieron cerrar las puertas para evitar males mayores.

A juicio de los cronistas de la época, el primer tiempo resultó parejo. Perú dispuso de sus ocasiones de gol pero fue Argentina la que se adelantaría en el marcador con un gol de Manfredi. Los peruanos redoblaron el acoso y el partido se fue endureciendo ante la permisividad del colegiado, el uruguayo Ángel Pazos, quien a pocos minutos para el descanso anulaba un gol a los peruanos desatando la furia entre los presentes. Así, mientras los futbolistas peruanos lo rodean reclamando la validez del gol, un aficionado salta al terreno de juego armado con una botella. Es un tipo enorme conocido como el Negro Bomba, de unos cien kilos de peso, principal cabecilla de una de las barras limeñas, portero de varios prostíbulos, guardaespaldas nocturno y terror del barrio de Braña, uno de los más pobres de la ciudad.

El colegiado, horrorizado por la presencia del Negro, trata de salvar su salvaje acometida mientras dos policías tratan de detener al agresor con escasa fortuna. La fuerza del asaltante es tal que para someterlo se recurre a la ayuda de perros adiestrados y, una vez derribado, una docena de policías le propinan una brutal paliza que no hace más que aumentar la furia del público presente. Otro barra, Edilberto Cuenca, salta a la cancha en defensa del Negro y otra vez los perros y los antidisturbios se encargan de frenar su avance. Entonces se desata la tempestad en la gradas. Cientos de aficionados comienzan a arrancar los bancos anclados al cemento y los arrojan sobre la Policía que trata de contener a la furiosa marabunta. Los jugadores de ambas selecciones huyen espantados y el colegiado uruguayo decide suspender el partido.

La avalancha humana transformó el miedo en histeria al toparse con las puertas cerradas

Según cuentan las crónicas, es en ese momento cuando aparece sobre el césped el Comandante de la Guardia Civil Limeña, un tal Jorge de Azambuja, el cual ordena disparar gases lacrimógenos hacia las tribunas. Se lanzan botes contra las cuatro gradas del estadio pero es la llamada Trinchera Chalaca, más conocida como la Grada del Pueblo, la más castigada por la actuación policial y el aire allí se vuelve irrespirable. La rabia se convierte en miedo y los aficionados tratan de huir del gas: algunos se descuelgan por la grada hacia el césped, otros tratan de encaramarse a la zona alta de la tribuna pero la gran mayoría emprende una caótica huida por los vomitorios tratando de alcanzar la calle sin saber el trágico final que los aguarda: las puertas del estadio continúan cerradas y los estrechos pasadizos se convierten en una trampa mortal.

"El aire se agota. Los pulmones se encogen. Las costillas se quiebran. La avalancha humana transformó el miedo en histeria al toparse con las puertas cerradas. Obstáculos de metal que solo se abrían hacia dentro y que concluían las escaleras, el descenso hacia la muerte. La masa es un río de gritos y pánico: incontenible e ignorante arrasa con las personas que tropiezan y caen bajo los pisotones. No había forma de retroceder, ascender ante la ruta equivocada de escape o escalar hacia la tribuna, donde a pesar de los gases tóxicos había libertad y no esa prisión de cuerpos apretándose, asfixiándose, matándose. La presión de los que se unían a la cascada de personas hacía imposible huir. La tragedia del Estadio Nacional debía ser consumada", escribiría muchos años después el periodista del diario El Comercio, Mauricio Gil.

Los incidentes se trasladaron, entonces, a las calles: comercios saqueados, coches volcados, autobuses ardiendo. Testigos presenciales aseguran que la Policía abre fuego, las autoridades se defienden presentando un balance de tres agentes muertos: uno arrojado al vacío desde lo alto del estadio, otro colgado de la rama de un árbol y el tercero reventado a golpes por una cuadrilla de barras. El presidente Belaúnde Terry declara el estado de excepción durante treinta días y Lima se convierte en un agujero negro para la historia, imposible determinar en el futuro una cifra real de muertos y desaparecidos. En su libro El gol de la muerte, el escritor peruano Efraín Rúa habla de cadáveres a los que se disimula los impactos de bala con trozos de esparadrapo, docenas de muertos retirados por la Policía de las calles y una fosa común próxima a la zona de Callao.

A día de hoy sigue habiendo demasiados interrogantes sobre lo sucedido en el Estadio Nacional y en las calles de Lima. Casi ninguno de los protagonistas de la negra jornada viven ya para arrojar algo de luz sobre el asunto. El Negro Bomba murió tras una vida enredado en las drogas y el alcohol al salir de la cárcel. Azambuja también falleció tras su paso por la prisión, finalmente condenado por su actuación dentro del estadio, e incluso el colegiado uruguayo Pazos dejó este mundo después de colgar el silbato y meterse a cura en sus últimos años de vida. Su última declaración pública la hizo nada más llegar al aeropuerto de Buenos Aires, procedente de la barbarie de Lima: "Uno de los Guardia Civiles que me acompañó hasta el aeropuerto me dijo que no me preocupase, que la culpa no había sido mía, que había otras motivaciones". Algunos hablan de represión sindical, otros de purga contra el comunismo, también de desafortunados incidentes por causa de un partido de fútbol. Según las autoridades fueron 326 los fallecidos: hombres, mujeres y niños que comenzaron la jornada entre cánticos de aliento y la terminaron en el peor de los silencios, apilados como ladrillos en los aledaños del estadio Nacional.

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