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Blackwood

Rodrigo Cortés
photo_camera Rodrigo Cortés

EL CINE de terror tiene una larga tradición vinculada a la representación de los temores adolescentes. Si los primeros cuentos orales utilizaban el miedo como mecanismo educador de los niños en unos valores comunitarios y en defensa de la identidad del grupo, el cine de terror adolescente mostró, ya desde hace más de medio siglo, las inseguridades en esa fase en la que se construye laindividualidad, y se hace explícita la distancia que se crea respecto a tu primera comunidad, que es tu familia. Rodrigo Cortés dirige una película encargada por Stephenie Meyer (la escritora de Crepúsculo), que vio en la novela de Lois Duncan, Down a Dark Hall, una historia perfecta para representar no solo los temores de muchos y muchas adolescentes sino los suyos propios como creadora.

En Blackwood, un grupo de chicas es enviado por sus familias a un internado de aspecto gótico y de interiores muy poco iluminados. Todas las jóvenes tienen problemas de conducta y esconden alguna habilidad artística, en un amplio sentido de la palabra. La mansión es dirigida con mano de hierro por Madame Duret (Uma Thurman), que distribuye las disciplinas de entrenamiento adaptándolas a los talentos naturales de las internas. La música, la pintura, la poesía o las matemáticas son las asignaturas troncales de una educación en valores que, se supone, ayudarán a las chicas a mejorar sus habilidades sociales y se integrarán en el mundo de los adultos con total normalidad. Pero pronto los espíritus encerrados en la mansión comienzan a manifestarse, tomando a las internas como sus brazos ejecutores para finalizar una obra inacabada.

Como viene siendo habitual, Cortés rueda en inglés y con un presupuesto alto para los estándares del cine español. Y como también es bastante común, ese es, al final, uno de los grandes hándicaps de la película. Aunque conocedor —y excelente divulgador— del cine y de su gramática discursiva, Cortés utiliza en sus películas americanas un formalismo excesivamente canónico en las formas y tramposo —por alambicado— en el fondo. Es significativo que su mejor película hasta la fecha es Buried, donde la acción transcurre en el interior de un ataúd, y en la que su mayor virtud es el vaciado de ornamento, escenario y grasa.

Blackwood es, por encima de todo, una película de género (subgénero mansión encantada, si se quiere), pero sus pretensiones narrativas van más allá de la mera reproducción de los estereotipos grabados a fuego en la tradición del terror. Cortés quiere ir más allá con una historia protagonizada por musas que adquieren conciencia de su condición puramente instrumental y aspiran a ser protagonistas de su propia historia. Las adolescentes de Blackwood descubren que son parte de un plan diabólico mediante el cual están destinadas a terminar obras maestras inacabadas a través de sus propios cuerpos. Las protagonistas se rebelan pese a que Madame Duret trata de convencerlas de la importancia histórica, cultural y humanística de todo el proceso. Pero cuando toman conciencia de su papel, se niegan a participar, y luchan por definir su propio destino.

El experimento de Blackwood se queda a medio camino en la mayoría de los retos planteados. Pretende mostrar un cine adolescente próximo a su público potencial, pero acude a una puesta en escena muy poco actualizada. Busca el empoderamiento de unas musas frente a sus creadores 
(las musas son todas mujeres; los creadores, todos hombres), pero introduce un romance (que ya estaba en la novela publicada en los años setenta) que minimiza esa fuerza de autonomía personal.

Quizá el aspecto mejor conseguido sea la representación del sacrificio que exige toda creación artística con vocación de trascender. Ahí sí que Blackwood introduce, con bastante acierto, esa necesidad de ofrecer y ejecutar sacrificios metafóricos y reales en la persecución de un sueño creativo. Madame Duret representa a los valores académicos de una cultura que antepone sus logros al bienestar y a los deseos individuales de la comunidad. 

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