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La inquietante fascinación de los teléfonos móviles

NO DESCUBRO nada diciendo que la tecnología posee un impacto enorme en nuestra vida cotidiana. Muchas veces impredecible, a causa de esa lógica que dice que cualquier respuesta a un problema o una necesidad genera a su vez una nueva constelación de problemas no previstos. Creo que esto es lo que ha ocurrido con el uso generalizado de los teléfonos móviles. Estos dispositivos han extendido la capacidad de comunicarnos, pero también han modificado nuestros hábitos y la manera en la que nos relacionamos. Y no siempre para mejor. Por supuesto, no voy a negar aquí sus evidentes beneficios, pero como siempre es más interesante (y productiva) la crítica que la autocomplacencia, me gustaría llamar la atención sobre algunos aspectos de su lado oscuro.

Por lo de pronto, uno sale de casa con las llaves, la cartera y… el teléfono (y si tiene poca batería, nos llevamos el cargador). Se ha vuelto un aparato imprescindible con el que mantenemos una relación de máxima intimidad (hasta cuando dormimos lo dejamos a mano). También se ha convertido en el elemento que más situaciones ha interrumpido de la historia reciente. Gran parte de las conversaciones en un bar o en un café se cortan varias veces porque le suena a alguno de los interlocutores. Cuando se juntan varias personas, siempre hay alguna que está tecleando o hablando con el aparatito de marras. A cada poco se escucha el tintineo del WhatsApp, el ring ring clásico o las melodías pasteleras tipo ‘Viva la vida’ de Coldplay. Y esto ya se ha vuelto normal. No me dirán que no es una paradoja inquietante: artilugios que sirven para comunicar y que al mismo tiempo favorecen la incomunicación. Si Edward Hopper viviera hoy en día, estoy seguro de que representaría la soledad y la incomunicación pintando a una pareja de jóvenes sentados a la mesa de una cafetería, delante de una Coca Cola light y un Red Bull, cada uno muy concentrado en la pantalla de su flamante iPhone.

Claro que, en realidad, ya no son meros aparatos para hablar a distancia. Son potentes computadoras, capaces de implementar una infinidad de aplicaciones, de acceder a las redes sociales y de conectarse a internet. Esto es algo extraordinario, sin embargo, genera una fascinación que, como todo exceso, viene con un ramillete de contraindicaciones y desajustes. Decía Eric Fromm que, en Occidente, el individuo se encuentra infectado de la enfermedad de querer estar constantemente ocupado o entretenido. Es una especie de huida hacia adelante, una forma de evitar el encontrarse con uno mismo (lo cual explicaría la poca filosofía que se practica). Los teléfonos responden perfectamente a este anhelo insaciable. Vídeos, noticias, chateos, llamadas, juegos,… Todo un mundo de mundos al alcance de la mano. Cualquier situación cotidiana parece siempre menos excitante.

Otro fenómeno curioso es que, siendo en muchos casos un apéndice del individuo, funcionan como parte de su zona de comfort. Si una situación no le agrada, se evade a través del dispositivo multimedia, pero también, si la situación le intimida, se refugia en los márgenes de la pantalla. Es como un escudo protector.

Recuerdo que a finales de los 90, mi primo me decía: "¡Primo! La gente está loca. Tan ufanos para defender la libertad en abstracto, y después tan contentos de llevar un dispositivo de localización permanente". Pues andado el tiempo, todo indica que se antoja necesario poner límites a estos excesos. En Francia, acaba de entrar en vigor (introducido en la polémica y recientemente aprobada reforma laboral) un nuevo derecho: el "derecho a la desconexión". Se trata de un derecho para los trabajadores asalariados y un deber para las empresas. La ley insta a ambos colectivos a negociar y regular el uso de los correos y los teléfonos móviles con el fin de respetar las vacaciones y el tiempo de descanso. Nadie duda de las excelencias de estar conectado ("Connecting people", decía el feliz eslogan de una compañía telefónica), pero quizás sea hora también de saber desconectarse. Aunque solo sea para no perdernos la vida real que sucede ante nuestras narices.

Carlos R. Sabariz
Grupo Doxa de Filosofía

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