Opinión

Juego sin reglas

Cada cier to tiempo aparece en algún medio de información un reportaje repetido: el vicio del juego y los desastres sociales que el juego acarrea. Después no se vuelve a hablar publicamente de eso hasta que el tiempo vuelva a traer el tema. Hace unos días leí uno que recogía las cifras más recientes sobre los males del juego legal; coincidió con la noticia que alguien me trajo sobre un amigo que jugaba desde su casa a través del ordenador (me niego a usar el anglicismo de “on line”). En ningún caso me descubren nada nuevo, ni a ustedes les cuentan nada que no sepan. Las penosas estampas de los jugadores y jugadoras (aquí es necesario feminizar el genérico, porque son estampas distintas, ambas penosas igualmente) de las máquinas de los bares o las personas que entran y salen de los bingos matutinos, como imagen más cercana y directa de adictos tocados por una enfermedad de nombre reciente pero de efecto antiguo: la ludopatía. Los otros jugadores, los de las timbas privadas, los grandes casinos de croupier y mesa, y ahora, los jugadores en pantuflas que apuestan a un clic del dedo índice de su mano sobre el ratón del ordenador, son la masa oculta del problema, facilmente cuantificable y reflejado en estadísticas. Se calcula que en España entre un 0,5 y un 2 por ciento de la población es adicta y que la cifra va en aumento, con el añadido de que las edades de los ludópatas son cada vez más tempranas. Los expertos calculan que esta cifra se disparará dentro de poco, cuando se cuantifiquen los enganchados al juego en la pantalla casera.


Cuando se legalizó el juego en España, a finales de los años 70 (con el cambio político-climático) la noticia se saludó como un signo liberal de los tiempos. En el periódico en que trabajaba me encargaron hacer una encuesta sobre el tema entre personas conocidas. La mayoría eran partidarios de la legalización, porque –más o menos– se reconocía la libertad de las personas para jugar y apostar, “como en los países democráticos”. Pero uno de los encuestados, persona de conocida filiación marxista, me dijo que estaba en contra, “porque –me contó– su abuelo había sido director de un casino importante durante la República, y le decía como había visto suicidarse a perdedores arruinados, y que el juego era un vicio que mataba rápido”. Pero el juego se legalizó con las consecuencias y la historia que conocemos. El jugador y su mundo venían avalados por la literatura y el cine desde “El Jugador” de Dotoievski (él mismo era un ludópata incurable) hasta el James Bond del Casino Royale, con su aura de triunfador, pasando por docenas de jugadores del Mississippi y del Lejano Oeste o esa maravilla literaria del brasileño Jorge Amado, “Doña Flor y sus dos maridos”, en la que se hace un análisis en clave de humor del jugador y sus circunstancias. En ningún caso se condena al juego, e incluso los personajes son tratados con cariño o, en el peor de los casos, con dignidad.


El problema, sin embargo, tiene en la realidad poco de literario y ningún glamour. El jugador, como el cocainómano, el conductor temerario o el adicto a los deportes peligrosos, cree que lo tiene controlado. Sobre el juego actúan dos componentes, el primero –fase experimental– económico, el que cree que puede ganar dinero y satisfacer sus fantasías; el segundo –fase de adicción– es compulsivo, el deseo de ganar a la máquina o a la carta tapada que va a ser con la que haga saltar la banca. La primera fase es simple, la segunda es compleja, y de ella están llenos los centros de rehabilitación y desintoxicación. Las obras literarias antes citadas describen perfectamente el ansia de vencer a la máquina, al azar, al destino, a la suerte. Es un impulso interior que supongo que arrastramos desde la creación de la especie humana. No soy experto, y sobre eso hay suficiente y clara información médica y terapéutica. Pero hay algo que me preocupa y debiera preocupar a todos: la falta de protección de los jugadores en un país en el que el Estado (o los gobernantes circunstaciales) presumen de proteger a la sociedad, muchas veces contra sus propios deseos.


Tomemos el ejemplo de las normas para meterse dentro de un coche. La ley obliga a los pasajeros a ponerse un cinturón de seguridad, cuya necesidad podría, cuando menos cuestionarse; los niños pequeños deben sentarse en sillitas con cinturón homologado. Romper esas reglas legales supone una multa. Subamos en la ley. Las drogas están prohibidas y trapichear con ellas lleva penas de cárcel y multas. El Estado vela por nosotros en esos aspectos, no nos quiere accidentados ni drogadictos. Pero, en lo que respecta al juego, una actividad de efectos caros para la sociedad, la legalidad es confusa, según las comunidades. En un bar, la máquina del tabaco debe ser controlada por el camarero (que se convierte en inspector legal) pero la de las monedas no la controla nadie. Y disparando hacia arriba; la venta de –pongamos por caso– cocaína por internet, está prohibida, perseguida y penada; pero el juego por internet, tan adictivo como la droga, no. Incluso un famoso como Nadal aparece en anuncios de empresas de póker virtual (sólo es virtual el juego, el dinero de su cuenta corriente, que va a perder –la banca nunca pierde– es real).


El número de asociaciones contra la ludopatía crece, y el de los asociados, también; cada vez hay más expertos luchando contra este tipo de enfermedades que vienen con los tiempos; cada vez hay más ingresos en las clínicas. Y aunque sólo sea por el gasto que supone tratar y combatir este enfermedad, el Estado y sus gobernantes ocasionales tendrían que establecer unas leyes similares a las que existen para el tráfico y consumo de drogas. Si hay un asunto que necesite leyes de verdad es éste. El deseo de jugar es innato y nadie lo va a sacar de dentro del ser humano, pero controlar los efectos está al alcance de una legislación que, hoy por hoy es irregular y poco eficaz.

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