Opinión

Libertad a cachos

¡QUE SUERTE tuvieron Serrat, Llach, Raimon, Paco Ibáñez y todos aquellos cantantes que en los años 60 (S.XX) eran prohibidos! Sus recitales, generalmente aprovechados por el "respetable público" para organizar alguna manifestación contra Franco (que era la Marca España en general, que digo, en generalísimo), simplemente se suspendían "por orden gubernativa" o les metían una multa por panfletarios. Ellos eran conscientes de lo que se cocía, y arriesgaban, subían al escenario, cantaban L"Estaca, A galopar o Al vent y ya se montaba el pifostio: afuera los grises y adentro la juventud imparable. Todo eso es historia que se vendió en fascículos, en colecciones de discos y en algún programa de televisión. ¡Pero que suerte tuvieron cuando eran jóvenes y cantaban contra el Régimen! Pagaban la multa y vendían discos como churros. Si la cosa fuera ahora mismo, acabarían en la cárcel, con una pena de tres a cinco años por lo poco y no venderían ni un puñetero disco. En aquel pasado del dictador uno de los gritos más coreados era el de ¡Libertad! (así, con mayúscula y admiraciones), y todos sabíamos lo que nos jugábamos; no se trata ahora de hacer un ejercicio de nostalgia barata y echar de menos los buenos viejos tiempos, que sólo eran buenos porque éramos jóvenes. Se trata de comparar y tratar de adivinar en que momento de la Historia de España nos volvimos gilipollas, tragamos el truco y trato de la Democracia de la Transición y vendimos nuestra libertad a la Estupidez Delincuente a cambio de la corrección política.

La libertad de expresión. Eso es de lo que se trataba hace cincuenta años (recuerdo: dentro de tres meses se cumplen cincuenta años de aquel Mayo famoso). La libertad de expresión, consagrada en la Constitución de hace cuarenta años (también cumple este año) como derecho fundamental se ha convertido en un si-pero-no gracias a un cúmulo de calamidades legales organizadas por el Imperio de la Ley hasta convertirla en un pálido reflejo de lo que pudo haber sido y no fue. La libertad es un concepto abstracto, inconmensurable, que existe o no existe; no se puede dar a cachos, no hay tres kilos de libertad, o un metro cuadrado de lo mismo. O hay libertad, o no la hay. Esto, tan difícil de entender por las clases gobernantes lo acaba de decir un humilde rockero, Fito Cabrales, a tenor de la condena brutal al rapero Valtonic, una condena que deja a la Marca España a la altura de la Marca Arabia Saudí. La libertad de expresión no puede tener límites salvo los que dicta el sentido común y, en cualquier caso, la pena de cárcel que se está aplicando está más cerca de las purgas politicas que de la justicia. Otro tanto sucede con la libertad de reunión y manifestación. En ambos casos la ley abre un gran pozo en el que caben interpretaciones. Las leyes las hacen unas personas a las que no les prestaríamos ni el bolígrafo; y las aplican los jueces que, en teoría, son ecuánimes y justos y en la práctica son como todos, personas con defectos y virtudes, y todo dependerá de una serie de circunstancias entre las que caben ardores de estómago, creencias religiosas, políticas o, simplemente, la cualidad humana del indivíduo.

¿Será delito que no nos guste el Rey? Si no lo es está a punto de serlo

La distancia entre los artistas y el Poder es cada vez más ancha, como la distancia entre la Cultura y la Política. La cultura es incorrecta, libre y maleducada, la Política está más cerca del dinero y el comercio que de la Cultura. Dos casos recientes parecen demostrarlo en dos ferias, Arco y Mobile. En la primera se montó un pollo por una obra censurada, en la segunda, por el desplante de políticos catalanes al Rey. Los ingredientes de esta ensalada son: el Rey, el arte, los catalanes y las ferias.

Primera parte. El Rey. ¿Será delito que no nos guste el Rey? Si no lo es está a punto de serlo, porque como se le ocurra decir que Felipe de Borbón es un soso, que su trabajo lo heredó de su papá, sin mérito alguno ni consulta popular, puede que lo califiquen de delito de odio borbónico. Pero en todo esto no hay mentira alguna, si acaso, opiniones discutibles. Felipe, que como persona merece respetos, como Rey es totalmente prescindible, su función se limita a la de presididor-inaugurador, con un par de mensajes en la televisión, con expresión aburrida.

Segunda parte. Los catalanes. Tienen su propio lío montado y tienen su derecho a resolverlo. También tienen el derecho a salir a la calle y decir que el rey no les es simpático (se arriesgan a que les machaquen, a diferencia de los que salen a decir que el rey les es simpático: dos maneras de entender la libertad de manifestación).

Tercera parte. El arte. O la cultura en general, que, ya dije, es algo desconocido entre la clase política, salvo excepciones. Son malos tiempos para la lírica, decía Brecht, porque cantar o pintar un cristo puede mandarle a uno a la cárcel. Son buenos tiempos para el comercio y el trapicheo corrupto, porque mientras esperas que la causa delictiva acabe (con suerte en agua de borrajas), puedes vivir en Suiza tranquilamente, como el cuñado del rey, o eternizarse en burocracias legales. Cantar, pintar o escribir se está poniendo difícil, y enseguida le aplican la etiqueta de delito de odio para acabar en un juicio esperpéntico.

Cuarta parte. Las ferias. En ARCO ocurrió el primer detalle, con la obra de los presos catalanes. En Mobile de Barcelona, el segundo, con el desplante al rey. Gran polémica. Pero estamos hablando de ferias, un lugar para comprar y vender. La primera, un cambalache con obra de arte más que dudoso, entre chamarileo y papanatismo; es un negocio ingaugurado por el rey. El segundo es un mercado sin disimulo, en el que los chinos venden móviles de última generación. Lo inauguró el rey. Es decir, el rey fue al mercado y a algunos catalanes no les gustó. Pues bueno, es lo que tiene ir de figura, que no tienes que caer bien a todos, aunque decirlo sea casi delito.

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