Opinión

Los muros buenos, los muros malos

CUANDO EN 1989 cayó el Muro de Berlín, el mundo lo celebró como si hubiera caído el Muro de los Muros. El acontecimiento pilló a contrapié a todos, porque el muro cayó solo, por depauperación política y social. La noticia fue de tal impacto que un amigo mío cogió su coche y se marchó sin parar, a tiempo de entrar por un agujero y salir por el Chekpoint Charlie, donde le dieron un café y unos marcos, quizás porque tenía pinta de alemán del Este. Inmediatamente todos los líderes mundiales se colgaron la medalla de la libertad, enterraron el comunismo y abrieron las puertas al Capitalismo más feroz que ahora padecemos. El Muro, que ya había sido glosado por el presidente Kennedy (sólo fue bueno después de muerto, antes no era más que un guapo político, más interesado en llevarse una actriz a la cama que en la política real; como su padre, un católico de dos caras, que vendió la moto de que su país era la repera, mientras lo complicaba con Vietnam, Bahía Cochinos y la crisis de los misiles) era un símbolo que tapaba otros muros reales o virtuales. Todo lo que se dijo en aquel momento sobre la libertad y la grandilocuencia de los personajes implicados (los de siempre, EEUU, la URSS de aquel entonces, Francia, Alemania y Gran Bretaña) no fueron más que paparruchas, que diría Mr. Scrooge, el personaje de Dickens. Desde la caída de aquel muro simbólico, hace más de 25 años, han aparecido docenas de muros de todo tipo, y nadie, salvo aquellos a los que llamarán demagogos los de siempre, mueve un dedo por derribar muros de vergüenza, y los mismos alemanes que celebraron la caída de su muro utilizan ahora otros muros más al sur para que no le entren los invasores extranjeros.

El ser humano siempre ha considerado el muro como un elemento de refugio, de separación o de fortaleza. Desde la Gran Muralla China, creada para separar un país inmenso de las hordas invasoras hasta el Muro de Adriano, construido para cortar el paso de los salvajes hacia la Britania romana, solo han servido -inútilmente- para preservar lo de dentro de lo de fuera. Los castillos no son más que una aldea metida dentro de un muro militar; según crecía la aldea, crecía la muralla, y dentro se guardaba el miedo junto con el armamento y el poder bélico. A veces los muros tenían una función pacífica y benéfica, como saben los holandeses, que metieron un país dentro de un muro de contención. Pero, como en todos los muros, dentro siempre está el miedo, en este caso, a que un día rompan las barreras y el país acabe sumergido bajo las aguas del mar.

Con la aparición de las fronteras se suprimieron los muros; ahora bastaba con una barrera y un pasaporte; a las fronteras naturales se sumaron las artificiales, pintadas sobre un mapa al arbitrio de los ganadores de alguna guerra o de las potencias coloniales que se repartían un territorio que no les pertenecía. Pero con la necesidad de comercio, también esos muros fueron desapareciendo, y se creo una pomposa Europa-sin-fronteras, al menos en los titulares de los periódicos. Y el mundo se hizo más ancho, para que el Capital pudiese circular mejor sin muros ni fronteras.

Hasta que reapareció el miedo. Y volvieron los muros. Hay en este momento más muros físicos de los que existían cuando cayó el famoso muro berlinés. El vergonzoso muro de Palestina, en el que el estado judío (que explota como nadie el recuerdo de que sus antecesores padecieron muros en ghettos) condena a los habitantes de un territorio, invadido por unos vecinos que afirman que están alí por mandato divino (y la colaboración necesaria del Capitalismo y los países amigos); su presencia es mucho más vergonzosa que la separación de alemanes, pero nadie levanta un dedo por el genocidio contra los palestinos, y los que hacían frases para la historia con el muro berlinés, callan vergonzosamente ante la impunidad judía.

Y vuelve a aparecer el miedo al invasor aunque el invasor no venga armado y a veces tenga cara de mujer desesperada o niño hambriento. África nos invade con muchedumbres de desgraciados que buscan la vida en Europa. América del Sur quiere entrar en los EEUU, creyendo que allí podrá tener futuro. Probablemente se engañen todos y muchos de ellos morirán por el camino, pero cuando la desesperación empuja no hay manera de pararla. Ni con los muros. En la frontera mexicana con el país del Norte ya hay kilómetros y kilómetros de muro de hormigón y alambre de espino. El candidato republicano, un extremista peligroso, Donald Trump, ya ha amenazado con poner un inmenso muro, como si fuera un emperador chino, aunque, en lugar de Gengis Kan lleguen a sus puertas los miserables del tercer mundo.

Y en la Europa de las libertades, la misma que se vanagloriaba de la desaparición de fronteras, se levantan nuevos muros; unos, con alambrada y espinos, como en Melilla o en Hungría, un país en el que el nazismo rebrota con fuerza (iba a escribir neonazismo, pero el nazismo nunca es nuevo, siempre es el mismo) Y en esa misma Europa en la que el dinero puede circular sin pasar vallas ni policías (nadie pregunta de donde viene ni a quien ha matado ese dinero) se crean otros muros invisibles, que impiden que entren las gentes que huyen de la guerra. Se amontonan en pequeñas islas griegas e italianas, y ahí se quedan sin que la Europa de la Troika y firmante de la Declaración Universal de los Derechos Humanos les de solución. Los muros ya son virtuales, invisibles. Un enorme muro económico se levanta por todo Occidente para meter dentro a los privilegiados, los que detentan el poder político y financiero, y dejar fuera al resto, a los que creemos que pertenecemos a la misma sociedad de dentro del muro; entretenidos en mandar whatsapps y contar lo bien que lo estamos pasando. Cuando nos demos cuenta de que estamos fuera del muro, a lo peor ya es tarde.

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