Opinión

Percepciones divergentes

¿EN QUÉ MOMENTO del tiempo presente se produjo la ruptura entre lo importante y lo accesorio? ¿En que parte de la película pasamos a adorar el envoltorio en lugar de apreciar el contenido? ¿Cuándo se produjo el distanciamiento enorme entre los mundos ricos y los mundos pobres por culpa de los ricos? ¿Cuándo fue más importante la imagen de la estupidez que las mil palabras con las que se puede definir la estupidez?

Cuando tengan que hablar de los comienzos del tercer milenio podrán llamarla (entre otras cosas) la Década del Postureo, de la Apariencia, de la Bobada Peligrosa, de la Gilipollez Sumisa, del Conformismo Apático y de otras muchas manera similares que cualquiera puede rellenar en la imaginaria línea de puntos. La forma de percibir la vida se aleja cada vez más de aquel concepto del menos es más, de que la ética era siempre preferible a la estética y que el bien común no acepta triunfadores prepotentes. La desinformación actual, provocada por un lado por la elevación de la mentira a la categoría de noticia y por otro lado por la acumulación abrumadora de información masificada en la red, sin filtro ni aval de confianza, ha colocado a la sociedad de la opulencia (vamos a llamarla Occidental, para entendernos) en un terreno peligroso, donde la falta de análisis, de crítica o de pensamiento personal es la marca registrada. Y la sociedad restante, a la que no podemos llamar ni siquiera Oriental, la ha colocado el siglo y el Capital en el terreno de la desesperación y la huida o la muerte, a elegir. Ni siquiera en el mundo occidental estamos en condiciones de presumir de nada; vivimos convencidos de estar en el mejor de los mundos (en España estamos mucho más convencidos) pero basta con rascar un poco la pintura de nuestra sociedad para encontrar la verdadera piel de pringados disfrazados de modernos o postmoderons o de postpostmodernos. Aquel concepto de 'mileurista' acuñado hacer diez años para definir una franja social se ha quedado vieja, los mil euros al mes (además de la dignidad y los derechos laborales) ya son un techo inalcanzable para gran parte de la población del mundo rico, que subsiste envuelto en una fantasía de gentes guapas que se han creído lo que les cuentan y se entretienen con juguetes de última generación y compras compulsivas en comercios franquicia de ropa fabricada en regímenes de esclavitud, destinada a usar y tirar. La realidad no es la que cuentan los dirigentes de la cosa; esas son cifras gordas según las cuales el país va tan bien como decía aquel presidente de aspecto ratonil. La realidad es más dura: si la tarta es la misma, y unos pocos poseen el 99 por ciento de la tarta el resto nos lo tenemos que repartir otros muchos que cada vez llegamos a fin de mes más cerca de la primera semana.

Y pese a todo, lucimos todos como guapos, cultos, simpáticos y expertos. Como triunfadores de serie de televisión. Creo que la cosa empezó por culpa de los suplementos dominicales. Al menos es lo que acabo de ver cuando me disponía a tirar viejos suplementos de periódicos que en su día eran el paradigma (cuando un periódico informaba, formaba y entretenía, los tres pies del periodismo, hoy cojo por partida triple). Los suplementos pasaron de un intento de hacer ciudadanos a un muestrario para gente 'fashionable'. Comenzaron a ofrecer un mundo, al principio inasequible, que mostraba el camino para ser triunfadores, al menos de apariencia. Y de aquellas tonterías con marca hemos llegado a un mundo (la parte rica del mundo, en la que vivimos) en el que lo que importa es la imagen que proyectamos de nosotros mismos, un holograma ausente de persona.

En el momento en que descubrimos que nuestra meta era el lujo y sus accesorios, materiales y mentales, todo comenzó a darse la vuelta como un calcetín (sucio pero de marca) la percepción de las cosas comenzó a divergir de las mismas cosas y comenzamos a darle más valor a nuestra imagen en el mundo que a nuestra propia persona.

Fue en ese momento impreciso que comenzamos a divergir; en el momento en que los suplementos empezaron a hacer listas de las mejores ginebras para el gin tónic. Ya no basta con beber el agua de nuestro grifo sino que es preciso epatar al personal y beber agua de Nueva Zelanda, de un glaciar suizo o envasada en botella de Swarovski. Ya no se bebe vino por el placer de beberlo, es preciso ser analista, crítico y poeta para hacer la autopsia del vino: cada cliente bebedor es un enólogo sin título. La música ya no es para escuchar; los nuevos sistemas permiten acumular en un espacio reducido más música de la que somos capaces de escuchar en toda nuestra vida: la acumulación nos ensordece. Comer, un placer simple (pongamos el huevo con patatas fritas) se ha convertido en un cruce de química y biología estructural; la comida ya no es para comer, es para fotografiarla (a poder ser para enviarla a la red y demostrar que somos clientes distinguidos). El viaje, que servía para conocer a los demás, a sus países, sus climas, para llenarnos los sentidos con lo exótico (lo que nos es ajeno y nos produce admiración) ha pasado a ser un selfie ante el David de Miguel Ángel y dejar constancia de que estuvimos allí (a nadie le importa, porque cada uno, gracias a los viajes baratos, tiene su selfie diciendo que también estuvo allí, hay millones de selfies viajeros completamente inútiles). Acumulamos libros en nuestra tableta por centenares, pero seguimos leyendo poco y mal. El movimiento ante la imagen ya es instintivo: antes de socorrer a una persona en dificultades le hacemos una foto.

Hemos convertido a la sociedad en la bolsa de una tienda, tanto mejor cuanto más cara sea la marca escrita para que todos la vean. Una apariencia, un lujo falso, un fantasma consumista: debajo de la sabana de marca no hay nada. Vivimos dentro de una fantasía y recemos (los que recen) para que el despertar no sea trágico.

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