Opinión

Los principios y el centro

Precisamos políticas sensatas, equilibradas, que partan de la real realidad, que trabajen desde la razón y practicadas por políticos con mente abierta, plural, dinámica y complementaria

ES UN LUGAR común que, para no pocos, el espacio del centro es el espacio de la ambigüedad, de la indefinición, del cálculo o del márketing. El espacio, dicen, del relativismo, de la pusilanimidad, de la renuncia a los principios. Nada más alejado de la realidad. Tal comentario, incluso para quienes llevamos algún tiempo pensando y escribiendo sobre este espacio político, no es fácil de rebatir, al menos a juzgar por la utilización, entre ideológica y partidaria, a que nos tienen acostumbrados los dirigentes de una u otra orilla del arco político. Entre otras razones porque existen numerosos dirigentes políticos que, como solo aspiran a estar siempre en la poltrona, prefieren renunciar a los principios y actuar como camaleones y arribistas como ahora comprobamos a diario en la campaña electoral.

Algunos, probablemente quienes menos entienden lo que es el centro, plantean la cuestión en estos términos: para llegar al poder es necesario utilizar una versión del centro que esconda u oculte los principios y se concentre únicamente en el pragmatismo. Para quienes así razonan, el oportunismo es la bandera de su política y probablemente, sin reconocerlo, desprecien los principios entendidos como criterios de conducta que buscan una coherencia entre valores y acciones concretas. Los principios, insisto, no son para contemplar como grandes construcciones de la lógica o de la metafísica, sino que son guías y luces para la acción política cotidiana.

El centro de la acción política es la persona. Desde este principio básico es posible establecer algunas de las líneas fundamentales que, desde una perspectiva que podríamos denominar -de un modo genérico- ética, configuran el centro político.

En efecto, la persona, el ser humano, no puede ser entendida como un sujeto pasivo, inerme, puro receptor, destinatario inerte de las decisiones políticas que se diseñan desde una cúpula que solo busca el interés personal de sus integrantes. Definir a la persona como centro de la acción política significa no sólo, ni principalmente, calificarla como centro de atención, sino, sobre todo, considerarla el protagonista por excelencia de la vida política. Eso significa, entre otras cosas, que el ser humano ha de ser la medida y el fin de las políticas que se practiquen desde el espacio del centro, un espacio político que parte, además de la realidad y la racionalidad como metodología de trabajo, del compromiso radical con los derechos humanos y su dignidad.

Afirmar el protagonismo de la persona es poner el acento en su existencia digna, en el compromiso con los que están a punto de ser, con los que son en malas condiciones, con los que están a punto de dejar de ser. Y para ello las políticas públicas han de subrayar la necesidad de que las personas dispongan de espacios más abiertos y libres para realizarse como seres libres solidariamente. Si solo se atiende a la economía, entonces se corre el peligro de que se olvide que un ambiente de calidad en el ejercicio de la libertad debe ser la principal aspiración de la actividad política. Y, hoy, aunque nos pese reconocerlo, la obsesión por el lucro lamina la dignidad humana instalando alianzas entre los poderes que solo aspiran al primado de su hegemonía cueste lo que cueste. Y, mientras tanto, continúa esa colosal maquinaria de control y manipulación que va consiguiendo convertir la democracia es una cuestión cuantitativa al margen de las necesidades reales de la población, acabando por ser un arte para la manipulación, para el control social. Por eso, precisamos políticas humanas, sensatas, equilibradas, que partan de la real realidad, que trabajen desde la razón y que sean practicadas por políticos con mente abierta, plural, dinámica y complementaria. Casi nada.

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