Opinión

La política democrática

Hoy, en tiempos poco propicios para democracia, en tiempos en los que lamentablemente aflora el autoritarismo en todas sus formas, tratar acerca de la política en la democracia es cada vez más necesario. En efecto, la política pública democrática significa poner en el centro de su elaboración, implementación, ejecución y evaluación, el bienestar, la mejora de las condiciones de vida de las personas destinatarias de dichas actuaciones del poder público en un ambiente de libertad, igualdad, transparencia y plena participación. 

En sentido negativo, las políticas públicas democráticas no pueden atender tan sólo los intereses de un sector, de un grupo, de un segmento social, económico o institucional, ya que una condición básica de estas políticas públicas es el equilibrio, entendiendo por tal, la atención a los intereses de todos. Atender públicamente el interés de algunos, aunque se trate de grupos mayoritarios, significa prescindir de otros, y consecuentemente practicar un exclusivismo que es ajeno al entendimiento democrático de la participación. 

Por eso, la determinación de los objetivos de las políticas públicas no puede hacerse realmente si no es desde la participación ciudadana. La participación ciudadana se configura como un objetivo público de primer orden, ya que constituye la esencia misma de la democracia. Una actuación política que no persiga, que no procure un grado más alto de participación ciudadana, no contribuye al enriquecimiento de la vida democrática y se hace, por lo tanto, en detrimento de los mismos ciudadanos a los que se pretende servir. Pero la participación no se formula solamente como objetivo, sino que exige la práctica de la participación como método. 

En efecto, la participación como método hace referencia a la apertura de la organización pública que la quiere practicar, hacia la sociedad. Una organización pública cerrada, vuelta sobre sí misma, no puede pretender captar, representar o servir los intereses propios de la ciudadanía, de los vecinos. La primera condición de esa apertura es una actitud, una disposición alejada de la suficiencia y de la prepotencia, propias tanto de las formulaciones propias de las ideologías cerradas como de las tecnocráticas o burocratizadas. Pero las actitudes y las disposiciones necesitan instrumentarse, traducirse en procesos y en instrumentos que las hagan reales. Y la primera instrumentación que exige una disposición abierta es la comunicativa, la comunicación. 

Las reformas es esta materia deben traducirse, en primer lugar, en estar receptivos, en tener la sensibilidad suficiente para captar las preocupaciones e intereses de la sociedad en sus diversos sectores y grupos, en los individuos y colectividades que la integran. Pero no se trata simplemente de apreciaciones globales, de percepciones intuitivas, ni siquiera simplemente de estudios o conclusiones sociométricas. Todos esos elementos y otros posibles son recomendables y hasta precisos, pero la conexión real con los ciudadanos, con los vecinos, con la gente, exige diálogo real. Y diálogo real significa interlocutores reales, concretos, que son los que encarnan las preocupaciones y las ilusiones concretas, las reales, las que pretendemos servir. 

Hoy, en tiempos de emergencia sanitaria, en tiempos de pandemia, la democracia es una de las principales víctimas del ejercicio del poder por tantos sistemas políticos del globo. Porque se restringen libertades al margen de la reserva de ley, porque se ha tomado excesivo gusto al ejercicio extraordinario del poder, porque se huye de la transparencia y los más elementales cánones de motivación de los actos públicos, porque se manipula la opinión pública con ocasión y sin ella, porque se desprecia el pluralismo y, sobre todo, porque se renuncia a gobernar para todos, limitándose e beneficiar a quienes se piensa que son clave para mantenerse en el poder. También, por cierto, por estos lares.

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