Opinión

El preámbulo constitucional

El preámbulo de la Constitución española de 1978 expresa los valores propios y genuinos del Estado social y democrático de Derecho. Valores que encuentran su fundamento y punto de partida en la centralidad de la persona y en una aproximación solidaria al sentido de la economía en el contexto de una convivencia pacífica entre los españoles. Hoy, en tiempos convulsos, en un ambiente cainita y maniqueo, vale la pena recordarlos con el fin de que vuelvan al espacio público. 

En efecto, en el preámbulo constitucional se señalan la justicia, la libertad, la igualdad y la seguridad como los valores constitucionales más importantes. En la idea de justicia late la convicción de que hay algo debido al hombre, a cada hombre. Por encima de consideraciones sociológicas o históricas, más allá de valoraciones económicas o de utilidad, el hombre, el ciudadano, cada vecino, se yergue ante el Estado, ante cualquier poder, con un carácter que me atrevo a calificar de absoluto: esta mujer, este hombre, son lo inviolable; el poder, la ley, el Estado democrático, se derrumbarían si la dignidad de la persona no fuere respetada. En la preeminencia de la libertad se está expresando la dignidad del hombre, constructor de su propia existencia personal solidaria —digo solidaria porque creo que no es posible concebir la existencia personal de otra manera—. Y finalmente, la seguridad, como condición para un orden de justicia y para el desarrollo de la libertad, y que cuando se encuentra en equilibrio dinámico con ellas, produce el fruto apetecido de la paz. 

En el preámbulo constitucional se señalan la justicia, la libertad, la igualdad y la seguridad como los valores constitucionales más importantes

El segundo de los principios señalados en el preámbulo constitucional, siguiendo una vieja tradición del primer constitucionalismo del siglo diecinueve —una tradición cargada de profundo significado—, es el principio de legalidad. En virtud del principio de legalidad el Estado de Derecho sustituye definitivamente a un modo arbitrario de entender el poder. El ejercicio de los poderes públicos debe realizarse en el marco de las leyes y del Derecho. Todos, ciudadanos y poderes públicos, están sujetos —así lo explicita el artículo 9 de la Carta Magna— a la Constitución y al resto del Ordenamiento jurídico. Por eso, el imperio de la Ley supone la lealtad constitucional e institucional, concepto central del Estado de Derecho que hoy también debemos recordar. 

No podía ser de otra manera: la justicia, la libertad y la paz son los principios supremos que deben impregnar y orientar nuestro ordenamiento jurídico y político. Respetar la ley, la ley democrática, emanada del pueblo y establecida para hacer realidad aquellos grandes principios, es respetar la dignidad de las personas, los derechos inviolables que les son inherentes, el libre desarrollo de sus existencias personales, y en sociedad. 

El Estado de Derecho, el principio de legalidad, el imperio de la ley como expresión de la voluntad general, debe enmarcarse en el contexto de otros principios superiores que le dan sentido, que le proporcionan su adecuado alcance constitucional. No hacerlo así supondría caer en una interpretación mecánica y ordenancista del sistema jurídico y político, privando a la ley de su capacidad promotora de la dignidad del ciudadano. Y una ley que en su aplicación no respetara ni promoviera efectivamente la condición humana —en todas sus dimensiones— de cada ciudadano, sería una norma desprovista de su principal valor.

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