Opinión

Solidaridad y dignidad

La exaltación del lucro, del beneficio, del resultado, de la eficiencia, también del Estado y de la intervención pública, conducen, desde la instauración del pensamiento único, a la conversión del ser humano

Los derechos humanos, los derechos fundamentales de la persona, vienen siendo interpretados, también en este momento tan inquietante de la historia del mundo que nos ha tocado vivir, desde una perspectiva individualista. Tal orientación, presente en muchas legislaciones de muchas latitudes, no es más que la expresión en clave jurídica de una ola de profunda insolidaridad que atenta, y gravemente, al bien común, al interés general. La dimensión subjetiva prima de forma casi absoluta mientras que la dimensión social brilla por su ausencia. No es ninguna casualidad. Las tecnoestructuras dominantes imponen, también por supuesto las intervencionistas de cuño marxista, determinados esquemas de comportamiento y de estilo de vida que convierten a una población indefensa y sin recursos de pandemia en marionetas y en moneda de cambio para la perpetuación en el poder.

En este contexto, cada vez es más urgente llamar la atención acerca de la necesidad de armonizar la dimensión individual, personal, con la consideración social, con el empeño por la mejora de las condiciones de vida de todos los ciudadanos. Si prevalece la perspectiva individualista, cada persona termina por convertirse en la medida primera y última de todo y de todos, agregándose a esa legión de personas solas, de ciudadanos abandonados a su suerte, de vecinos sin lazos comunitarios que quizás puedan vivir cómodamente pero que han perdido la capacidad relacional tan importante para el libre y solidario desarrollo del ser humano. Personas que la pandemia ha golpeado especialmente como hemos contemplado desde marzo de este año.

La exaltación del lucro, del beneficio, del resultado, de la eficiencia, también del Estado y de la intervención pública, conducen, desde la instauración del pensamiento único, a la conversión del ser humano, sea del que está por venir, del que es, pero vive en malas condiciones y del que está a punto de dejar de ser, en puro objeto de usar y tirar.

El dominio de la técnica y de la eficiencia suele llevarnos a ambientes en los que la persona es reducida a un mero engranaje de una estructura que la convierte, como mucho, en un bien de consumo que cuándo ya no sirve a la causa, es desechado sin reparo. Ahí están los enfermos terminales, los ancianos abandonados y sin cuidados y, sobre todo, los niños a los que se condena a no poder existir.

Por eso, la dignidad humana debería volver a ser el centro de las políticas, el centro y la raíz del orden social, político y económico, no el trampolín de la demagogia reinante, ni el expediente para la perpetuación en el poder. 2021 es un buen año para sacudirnos tantos yugos y tanta opresión de las tecnoestructuras dominantes.

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