Opinión

Tiempos convulsos

El tiempo en que vivimos es tiempo de cambios y transformaciones de orden social, político, económico y jurídico. Estamos todavía en una emergencia sanitaria y el orden jurídico mundial está en quiebra una guerra que cada día se cobra víctimas inocentes.

El Derecho, que es una de las principales ciencias sociales, no está exento de recuperar su vocación hacia la justicia y, por ello, hacia el fortalecimiento de la dignidad del ser humano. La realidad, empero, nos muestra en todo el globo, de uno a otro confín, un cuadro bien pesimista: tantos años de lucha por el Derecho y por la Justicia y a nuestro alrededor siguen existiendo lamentables relatos que a pesar de estar en el siglo XXI nos interpelan gravemente.

No es necesario asomarse al llamado Tercer Mundo, en el Primer mundo todavía perviven espacios de explotación, nuevas esclavitudes, adornados con las más sofisticadas formas de modernidad. Y con el advenimiento de la crisis, aparecen necesidades humanas que pensábamos superadas y que exigen respuestas del Derecho Público adecuadas y, sobre todo, humanas, a la altura de la centralidad que tiene la dignidad del ser humano.

Una causa de que el Estado no haya sido capaz de mejorar las condiciones de vida de las personas obedece en buena medida a que no se ha comprendido suficientemente el alcance del denominado Estado social y democrático de Derecho y, por ello, que los derechos sociales fundamentales, siguen siendo en muchos Ordenamientos metas y aspiraciones políticas, principios rectores sin exigibilidad jurídica, que únicamente pueden facilitarse de acuerdo con el dogma de la reserva de lo posible, un criterio de se ha interpretado desde el economicismo y desde la perspectiva de la primacía de la estabilidad financiera a la dignidad humana.

Por cierto, una estabilidad y equilibrio financiero que siendo como es un principio, quien lo podrá dudar, de buena administración, rinde pleitesía a esa perversa forma de prestar servicios y bienes a los ciudadanos que consiste en un endeudamiento constante y creciente que impide los avances sociales porque siempre, mientras sigamos este juego, habrá que hacer frente a miles de millones de dólares o de euros, o de la moneda que sea, de deuda mientras se resiente, y se quiebra en muchos casos, la dignidad humana.

En estos casos, los ministerios sociales deben reservar en sus presupuestos, tras estudios empíricos solventes, recursos que permitan atender los derechos sociales mínimos, la base y el fundamento, de los derechos sociales fundamentales ordinarios. A partir de ahí, el principio de promoción de los derechos sociales fundamentales y el de prohibición de la regresividad en esta materia, al margen de bandería partidarias, permitirán que el libre y solidario desarrollo de la personalidad de los ciudadanos deje de ser esa quimera en que se ha convertido en los últimos años.

Ciertamente, ni el postulado de la solidaridad social ni el de la participación, están asentados convenientemente al interior del sistema político e institucional. El hecho de que los recortes sociales hayan hecho aparición con esta crisis demuestra que los derechos sociales fundamentales, a pesar de ser exigencias de una vida social digna, siguen siendo una asignatura pendiente para millones y millones de seres humanos.

Y, la escasa participación real que caracteriza la vida pública en nuestros países muestra efectivamente que, en las políticas públicas, en todas las fases de su realización, todavía no existe el grado de participación de la ciudadanía que sería menester después de los años en que la democracia y el Estado de Derecho, afortunadamente, acampan entre nosotros.

Por tanto, es necesaria una relectura desde la dignidad del ser humano, de todo el desarrollo y proyección que se ha realizado de este modelo de Estado en el conjunto de Derecho Público. Me temo que el problema radica en que se ha intentado entender esta cuestión sobre mimbres viejos y el resultado es que contemplamos. La tarea, pues, de proyectar el supremo principio de la dignidad humana sobre el entero sistema de fuentes, categorías e instituciones de Derecho Público, todavía pendiente en buena medida, demanda nuevas perspectivas que el pensamiento abierto, plural, dinámico y complementario puede ofrecer.

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