Opinión

Constitución y democracia

Irene Montero, durante su intervención ante la ministra socialista Diana Morant. EDUARDO PARRA (EUROPA PRESS)
photo_camera Irene Montero, durante su intervención ante la ministra socialista Diana Morant. EDUARDO PARRA (EUROPA PRESS)

A PUNTO de celebrarse un nuevo aniversario de la Constitución de 1978, España se retuerce en una interpretación autocrática de la democracia que dificulta la convivencia entre iguales. El favoritismo político y legal hacia determinados detractores de nuestra Carta Magna vulnera el propio espíritu constitucional que inspiró la Transición española. Ya no solo se trata de indultar a los golpistas del procés que ignoran sistemáticamente las sentencias del Tribunal Constitucional que hace cumplir nuestra Ley de leyes, o de derogar la sedición para contentarles o de ceder al chantaje de los herederos políticos de Eta a cambio de apoyo a los presupuestos.

Ahora, el poder gubernamental convertido en entelequia de adoración al líder narciso, usa todas las instituciones en su beneficio para gloria del régimen Frankenstein. Del CIS a la Fiscalía y Abogacía del Estado o el Tribunal de Cuentas, del uso abusivo e indiscriminado del decreto-ley que en asuntos como el estado de alarma fue declarado inconstitucional, de la obsesión por el control mediático y la propaganda oficial engañosa que intenta convertir la libertad de expresión en bulo cuando hay crítica al Gobierno, del intento permanente de asalto a los órganos rectores de la judicatura española al sometimiento ventajista del Parlamento, todo ha derivado en un déficit democrático que causa alarma social y asombro internacional. La semejanza con la corriente bolivariana implantada en Sudamérica y la agitación del populismo como verdad absoluta del pensamiento único nos están convirtiendo en el juguete roto de las democracias europeas.

En la España sanchista, podemita, proseparatista y antimonárquica el valor de la verdad se ha depreciado y la mentira política no penaliza. Desde el poder gobernante asistimos al desprestigio constante de la Corona como forma de adoctrinamiento republicano, y el doble rasero en asuntos públicos se ha normalizado como sistema de medición de la democracia. Hay un empeño obsesivo por dividir y enfrentar a los españoles, por polarizar la vida diaria de España, por interpretar la Historia a navajazos desde la memoria desmemoriada, por separar y fracturar la sociedad entre buenos y malos. De tal forma que las dos Españas de antaño reflejadas en un bipartismo constitucionalista beneficioso para la monarquía parlamentaria española se han convertido en muchas Españas, a cada cual más rupturista y perjudicial para la salud de nuestra democracia. Por momentos, España parece una cuneta desenterrada de odio y venganza atrapada en el pasado vergonzoso guerracivilista con el que someter el presente de los españoles y teledirigir el futuro del país hacia los arrabales nostálgicos del absolutismo democrático.

El insulto y la falta de respeto al contrario se han convertido en una constante de nuestra vida parlamentaria. En el Congreso se puede expulsar a una diputada de Vox por acusar al Gobierno de premiar "filoetarras", pero no se expulsa a una ministra que acusa al PP de "promover la cultura de la violación". La misma ministra cuya ley del sí es sí promueve la rebaja de penas y la excarcelación de delincuentes sexuales. Esta doble vara de medir que se produce con la corrupción y otras vergüenzas de nuestra democracia es la que deteriora la convivencia y enfrenta a los españoles, lo cual no es una manifestación espontánea del debate político sino una estrategia premeditada destinada a movilizar electorados y a reprimir a la oposición.

Podemos decir que vivimos en una nación enferma de fundamentalismo ideológico donde se trata de liquidar la discrepancia para neutralizar las libertades y construir un Estado a imagen y semejanza del régimen socialcomunista. Los barones socialistas añoran el viejo PSOE mientras las derechas intentan reconstruir la unidad perdida y las izquierdas se adaptan a la cohabitación de sensibilidades con las que aglutinar voto en el vodevil picapiedra de Yolanda, Irene, Pedro y Pablo. La pelea interna gubernamental por protagonizar el cambio del cambio con el que no cambiar a Sánchez parece una pelea de gallos y gallinas que por momentos desternilla y por otros aterroriza. Que un presidente del Gobierno use un homenaje póstumo a una gran escritora como Almudena Grandes para anunciar la aprobación de leyes en el consejo de ministros o para colgarse la medalla de que pasará a la Historia por desenterrar a Franco demuestra la escasez intelectual a la que se enfrenta nuestra democracia constitucional. Nuestro sistema no puede ser víctima del ego ni del partidismo, ni mucho menos puede estar dominado por el sectarismo que perjudica la igualdad y dificulta el bien común de la ciudadanía. Las urnas y la aritmética parlamentaria determinan la formación de gobiernos, y una vez consumada la elección democrática la obligación del gobernante es gobernar para todos los ciudadanos y no sólo para los que le han votado o le sostienen en la Moncloa. Constitución y democracia es un binomio que nos ha funcionado tras el franquismo gracias a la estabilidad y concordia proporcionada por la monarquía. Lo otro es una anomalía que hasta socialistas de pedigrí como Lambán o Page lamentan, aunque después se humillen rectificando.

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