Opinión

Leonormanía y la coronamanía

El rey Felipe VI y la princesa Leonor se besan tras la jura de la Constitución. EFE
photo_camera El rey Felipe VI y la princesa Leonor se besan tras la jura de la Constitución. EFE

La formación militar y jura de bandera, los recientes premios Princesa de Asturias y el histórico juramento en el Parlamento han convertido a Leonor en un fenómeno de masas que corre el riesgo de quedar simplificado en la vaciedad del vocablo Leonormanía. Pero la heredera de la Corona que encarna la continuidad dinástica de la monarquía es algo más que una simple moda a sintetizar en una palabreja ocasional y pasajera porque —para desgracia del republicanismo más radical y populista con el que Sánchez apaña la amnistía— lo de Leonor es para toda la vida y supone el reforzamiento de España como nación.

Todos estos socios del sanchismo podemita y secesionista que faltaron a la cita del Congreso representan el rupturismo nostálgico que aspira a la refundación del sistema y del mal llamado régimen del 78. Por eso ha sido tan trascendente el juramento de Leonor, porque supone la lógica racional frente a esa aspiración legítima pero desleal contra nuestra monarquía parlamentaria, nuestra Constitución y el propio Estado sin respetar las reglas del juego ni la Ley de leyes.

Desde el pasado 31 de octubre, la princesa Leonor puede reemplazar a su padre en la defensa de la igualdad democrática y las libertades traídas por una Transición modélica refrendada por la mayoría de los españoles y que los socios rupturistas de Sánchez pretenden liquidar por la puerta de atrás por asentimiento pasivo de quien pacta con ellos por ambición de poder.

La devaluación y ataques permanentes de la Corona a los que hemos asistido estos últimos cinco años del Sánchestein no han sido fruto fortuito de los tiempos y la modernidad o del pretendido anacronismo con el que se trata de desprestigiar la monarquía parlamentaria española.

Esa permisividad impune con la que se ha actuado contra la realeza por acción u omisión presidencial tenía y tiene una finalidad política con la que reivindicar desde la añoranza ideológica y la imposibilidad constitucional la implantación de la Tercera República.

El objetivo refundacional del socialcomunismo instalado en el Gobierno central y la declaración unilateral de independencia de la Generalitat catalana que se pretende amnistiar han alumbrado un frente nacional societario con el que impedir la alternancia democrática y perpetuar el poder dominante de una España sobre la otra, pues no olvidemos que el PP ganó las elecciones.

Esas dos Españas durmientes desde la Guerra Civil española son enfrentadas artificialmente mediante campañas de propaganda y apelaciones a la memoria democrática e histórica sin entender que esa disputa quedó zanjada y superada con la muerte del Franco desenterrado, la Constitución del 78, la Transición hacia la democracia y 45 buenos años de prosperidad, paz, convivencia y también de bienestar.

Son más años de democracia que de dictadura, solo sobresaltada por los crímenes de Eta y del terrorismo yihadista y las intentonas golpistas del 23-F y de 2017. En ambos casos, el rey Juan Carlos y el rey Felipe VI tuvieron que llamar al restablecimiento del orden constitucional ante el levantamiento militar de 1981 y la reciente asonada unilateral cuyos intereses confluyen en el denominador común del Fránkenstein, según acuñó con premonición bíblica el viejo rockero Pérez Rubalcaba. Ahora, carrozas constitucionalistas como González, Guerra, Aznar o Rajoy son considerados dinosaurios antisanchistas por reivindicar los principios y valores democráticos de los que carecen muchos de los actuales gobernantes.

Y, ciertamente, la bautizada como Leonormanía no es otra cosa que el resurgir de una corriente popular favorable a la Corona, que apuesta por la renovación y por una mujer llena de juventud y compromiso constitucional para dar continuidad a nuestro sistema de Estado. Más allá del merchandising de las tazas y camisetas con el rostro de la princesa y del furor que causa entre la gente, Leonor supone el blindaje de la Corona como opción de presente y futuro frente a sus detractores.

La Leonormanía es mucho más que una interpretación de la marca España con la que exportar imagen de estabilidad ante la desconfianza e inseguridad propagada por un Gobierno intervencionista y sus socios dudosos. Ese oscurantismo autocrático que identifica España y la Ley en la cara cesarista del sanchismo ha tenido sus mayores vergüenzas caudillistas en los pactos con los herederos políticos de Eta y la autohumillación del Estado ante el prófugo Puigdemont con una vicepresidenta happy y un dirigente socialista como Santos Cerdán. Por eso el juramento de Leonor ha cobrado una incalculable relevancia institucional que contrasta con la inmoralidad de algunos gobernantes en funciones y compromete ante una sociedad desnortada la necesidad de recuperar la decencia democrática en este país.

Eso representa la Leonormanía, que en realidad es Coronamanía: una España asentada sobre los pilares del servicio a la Corona, la unidad del Estado y la igualdad entre españoles. La era de la Leonormanía y la coronamanía hace frente a la bajeza de unos pactos de amnistía inconstitucionales, regalo —que 15.000 millones y Cercanías al margen— con el que lograr el poder no obtenido en las urnas. Leonormanía y Coronamanía, sí, para dar continuidad al sistema, al Estado y a la democracia constitucional.

El rey ausente

Juan Carlos I fue excluido de la solemne ceremonia de la jura de su nieta en el Congreso, al parecer para no restar protagonismo a los Reyes y la propia princesa Leonor. Esa es al menos la versión oficiosa propagada por los mensajeros mediáticos del relato oficial. Sin embargo, tanto lo que muchos llaman "exilio" o "destierro" del Rey emérito como esa exclusión del acto más importante de la Monarquía desde su coronación y renuncia y el acceso al trono de Felipe VI no se justifica por sus reconocidos errores, por los que ha pedido perdón y la Justicia no ha imputado delito alguno. La Historia juzgará tanto al rey emérito como a su hijo, y ya estará a solas Felipe VI con su conciencia tras consentir que se prive al monarca abuelo de asistir al juramento de su nieta. Esta contradicción es en sí misma un arma de doble filo que se puede volver contra la actual Casa Real, porque la gente, es decir, el pueblo del reino, es capaz de distinguir entre razones políticas, jurídicas y familiares. Por eso Felipe VI no se librará fácilmente del cerco al que le someten los poderes antimonárquicos gobernantes.

La reina ausente

Sofía de Grecia y España tampoco asistió a la consumación de la continuidad monárquica por las mismas razones que Juan Carlos I. Y si bien la Reina emérita suele tener protagonismo en los premios princesa de Asturias, esta privación de la Moncloa y Zarzuela «le duele en el corazón». Recientemente veíamos a la reina Sofía, una gran dama del oficio monárquico que atesora templanza y serenidad, llorar a lágrima suelta en un acto público. Y aunque muchos lo atribuyeron a razones de emoción por la entrega del premio rector honorario vitalicio a su amigo Lora-Tamayo, muchos piensan que su tristeza en la expresión de sentimientos tiene mucho que ver con la situación a la que ha sido abocada tras la caída en desgracia de Juan Carlos I. El juicio del caso Noos, las infidelidades del emérito y sus cacerías han pesado en la imposibilidad de acudir a la jura de la Constitución de su nieta Leonor. Una amarga realidad que se suma a aquellas disputas en Mallorca con la reina Letizia, que parecían olvidadas y superadas en los recientes premios princesa de Asturias. A la reina ausente se la echó de menos, como al emérito.

Comentarios