Opinión

La soledad del líder

Cuando la calle habla con insistencia de forma sistemática y reiterativa, está hablando el presagio del cambio. Pedro Sánchez lo sabe y por eso todos sus actos públicos están neutralizados por el acordonamiento, la distancia, la afinidad de los asistentes o la ausencia. El presidente del Gobierno ha faltado a la entrega del premio Cervantes en Alcalá de Henares (Madrid). Y dicen las crónicas que ese plantón al Rey y al acto cumbre anual de las letras españolas se debió a su miedo al abucheo y el silbido de la calle.

Este año Feijóo y otros líderes se pasearon por San Jordi en Barcelona o la Feria de Abril en Sevilla. Pero Sánchez se encerró en una biblioteca para grabar uno de esos vídeos promocionales que delatan la soledad del líder. Pedro solo se muestra en debates parlamentarios sin límite de tiempo para su lucimiento ante Feijóo, pero no se puede exponer al juicio de la calle en plena campaña electoral del 28-M. Sería temerario a juicio de su legión de asesores porque se puede reproducir ese grito lapidario: «¡Que te vote Txapote!»

El falangismo propagandístico del poder solo le permite pisar Doñana en vez de acudir a la votación de la reforma de la ley del sí es sí, escudarse tras el Boe y su camelo de la ley de vivienda y agitar los fantasmas de la polarización guerracivilista con el oportuno desenterramiento de Primo de Rivera en el preámbulo de la campaña.

Pedro Sánchez se ha convertido en un presidente miedoso que es consciente de haberla hecho y, por tanto, es sabedor de que el pueblo le hará pagar por ello. No hace falta enumerar su larga lista de mentiras, incumplimientos y temerarias decisiones porque están en la mente de todos. Pero su soledad solo le permite bolos, cafelitos y mítines con militantes, lo cual no deja de ser una tristeza inmensa para un gobernante, una sentencia política que tarde o temprano le dejará a la intemperie de la Moncloa.

La soledad del líder es el síndrome del poder, la distorsión de la realidad provocada por la visión única de una sola verdad, la obsesión por imponer el pensamiento único a una sociedad que tiene matices y cree en la reconciliación y la concordia desde la Transición. El truco de Franco, la memoria desmemoriada y el bombardeo mediático de políticas que son spots publicitarios sin fondo ni contenidos objetivos para el bienestar social mayoritario ya no mueve voto salvo en la PCR imaginaria del CIS de Tezanos.

Todo se ha convertido en un plató televisivo, en una plataforma cinematográfica cuya producción pagamos con nuestros impuestos y con los fondos europeos. La era del sanchismo ha convertido la política en pura autopromoción del poder, en adoctrinamiento destructivo de la oposición, en la búsqueda sin escrúpulos del fin maquiavélico que justifica los medios. Por eso urge recuperar los principios y valores de la verdadera política que simplemente consiste, como dijo Kennedy, en ver qué puede hacer el gobernante por su país y no al revés.

La política no es el arte de aniquilar al rival y favorecer solo a los que te votan. La política es el arte de gobernar para todos, al menos para la gran mayoría, y hacer posible una convivencia democrática saludable.

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