Opinión

La política es un carnaval

DESDE EL fascinante subconsciente freudiano generador de fantasías, además de fiesta popular, mascaradas, comparsas, bailes y otros regocijos de bullicioso jolgorio, se dice que el carnaval es momento para disfrazarse de lo que nos gustaría ser, o disimular lo que somos, aquello que no queremos que los demás sepan o sospechen. Otra cosa muy distinta es ‘vivir en la impostura o la hipocresía’, que es el fingimiento o engaño con apariencia de verdad. El impostor, el hipócrita, desfigura la verdad y la realidad situándolas en segundo lugar y se coloca él en primer plano aparentando cierta superioridad moral.

En algunas democracias (la nuestra desgraciadamente no es ajena), se vive un carnaval permanente de siniestros mecanismos usados por los agentes políticos para obtener el poder. Afirman que entran en política para servir a los ciudadanos, y esto no es más que una burda estrategia, una máscara que disfraza su deseo de poder.

El poder, la erótica del poder, es un gran afrodisíaco y bien sabemos la excitación y cambio que experimenta aquél que lo posee.

¿Quién debería tener más interés en ser íntegro, honesto y virtuoso que nosotros mismos?, pues por la ejemplaridad del cargo, los políticos, que son los que se presentan para dirigir la sociedad. Esa integridad es la que hace posible lo exigible, realizable lo que promete y condenable lo que corrompe. Hoy algunos han llegado a una exaltación de la impostura tal que sabemos que quieren ‘mandar’, pero no sabemos para qué ni sus verdaderas intenciones.

La escritora Muriel Barbery lo refleja en su novela La elegancia del erizo: el erizo, cubierto de púas, mantiene la verdadera elegancia en su porte; esa elegancia la necesita también el político: educación, integridad, entereza moral, en una palabra, sinceridad, pues la mentira es el capital del mal político.

Resulta insoportable constatar que, una vez conseguido el poder, es frecuente observar cómo muchas de sus acciones, en lugar de preocuparse por atender a los intereses de los ciudadanos y solucionar sus problemas y necesidades, se ocupan de los suyos propios. Trajinan para mantenerse en el sillón e incumplen, sin pudor y con cinismo, cuantas promesas hicieron para conseguir votos. Estos políticos, como los Picapiedra, carecen de vocación política y hacen de ella exclusivamente su profesión.

Viene a cuento recordar lo que Pérez Galdós escribió en 1912, en un ensayo titulado La fe nacional y otros escritos sobre España, donde nos describe conductas que se repiten en la actualidad, y hablando de los partidos en el poder dice: "Son dos manadas de hombres que no aspiran más que a pastar en el presupuesto. Carecen de ideales, ningún fin elevado les mueve y no mejoran en lo más mínimo las condiciones de vida de esta infeliz raza, pobrísima y analfabeta... No acometerán ni el problema económico, ni el educativo; no harán más que burocracia pura, caciquismo, estéril trabajo de recomendaciones, favores a sus amigotes, legislar sin ninguna eficacia práctica… La España que aspira a un cambio radical y violento de la política se está quedando, a mi entender, tan anémica como la otra. Han de pasar años, tal vez lustros, antes de que este Régimen, atacado de tuberculosis ética, sea sustituido por otro que traiga sangre nueva y nuevos focos de lumbre mental".

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