Opinión

Oda al cerdo

LOS DEBATES en torno a la ganadería y al consumo de carne viven un auge tanto en Europa como en otros países occidentales, y si hasta ahora sabíamos que la carne era enemiga del alma (mundo, demonio y carne según el Catecismo), ahora algunos afirman que también lo es del cuerpo.

Si esto es así, ¿qué podemos comer? La carne roja produce cáncer, el pescado tiene mercurio, los cereales y las legumbres se fumigan con venenos y se riegan con agua contaminada a menudo (incluida la de lluvia, que arrastra polución ambiental) y los invernaderos donde se producen las frutas y las verduras soportan más ataques químicos que muchos lugares en guerra. Si a eso le añadimos los conservantes, los colorantes, los estabilizantes que se añaden a los alimentos en su camino hasta el consumidor, lo único que nos queda es el ayuno, que es algo que recomiendan todas las religiones y las dietas de adelgazamiento, que no nos va a salvar de morir, pero al menos nos afinarán la figura.

Si comer mata y no comer también, si beber agua contaminada mata y no beberla también, si respirar por la calle mata y no respirar también estamos ante un dilema complicado, de no fácil resolución y menos en estas fechas de calor y descanso.

Últimamente veo mucho cerdo en los periódicos, noticias sobre el cerdo, quiero decir, lo que me incita a opinar y desagraviar a ese noble y digno animal. Por ejemplo, hace poco se hacía pública la decisión políticamente correcta y tan de moda de la empresa alemana Volkswagen, de retirar su famosa salchicha de carne de cerdo al curry (Currywurst) de la carta de su cantina en el edificio central de su fábrica de Wolfsburg, donde además eliminarán todo vestigio de carne o pescado que serán sustituidos por platos vegetarianos o veganos.

Como decía, me confieso admirador del benemérito cerdo, animal más inteligente que los chimpancés, que campa alegre y ufano por nuestros prados, donde verlo correr es alegría sólo superada por tenerlo en un plato al mediodía. Distingue a cristianos de moros y judíos y su nombre hace cantar de satisfacción al paladar más exigente. No tiene parte que sobre, jamones, solomillos, cuartos, carrilleras, pancetas, lomos, manos, ¡todo se aprovecha! De él me gustan hasta sus andares simpáticos de marquesa, gallardos, dispuestos, magníficos, que harían las delicias de Murillo por sus orondos mofletes, su barriga de Buda y hasta por su culo regordete.

Pensar en el cerdo es despertar la memoria para evocar el fino olor de las láminas de jamón que despierta a los muertos y calma a los iracundos. Los sabrosos manjares están viudos de alegría hasta que llega este, que es capaz de transformar el más humilde bocadillo en un monumento culinario.

Y qué decir de los guisos que lo tienen de estrella principal, donde las cucharas navegan por ellos buscando esos hidalgos embutidos, pedazos de cielo, llamados chorizos. Tristes habitan las pobres lentejas y los garbanzos sin su presencia, y desde luego el cocido, convertido en plato nacional no sería lo mismo.

Hay que plantar cara a los esnobs defensores de las dietas superferolíticas que van cundiendo por ahí y de la carne sintética fabricada en laboratorios, y recordarles lo desastroso que sería para nuestra alimentación, nuestro territorio, el medio ambiente, la diversidad y la cultura eliminar la carne y al cerdo de la dieta.

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