Opinión

Pablo Iglesias, el acosador acosado

NO SE ha escuchado al vicepresidente lamentarse por otras víctimas o proponer acuerdos o medidas entre los partidos políticos que destierren de la vida pública conductas de acoso. Solo su problema personal elevado a categoría universal. Compungido, y no es para menos, el vicepresidente tercero del Gobierno, cónyuge además de otra ministra, se ha quejado del acoso al que lo someten en su domicilio familiar los manifestantes, así como de pintadas que se han producido en la localidad donde pasaba unas vacaciones que ha decidido interrumpir. Comportamientos inaceptables en cualquier caso, frente a los cuales el fuerte aparato de seguridad que lo rodea en razón de su cargo poco más puede hacer que mantener las distancias.

El acoso personal, la intimidación en la vida privada tiene desgraciadamente muchos precedentes en nuestro país. Ha sido habitual contra policías y guardias civiles en el País Vasco, al igual que contra cargos políticos electos por partidos constitucionales, durante los largos años del terrorismo. Lo ha sido recientemente en Cataluña contra las mismas categorías de personas, incluyendo en la lista a algún magistrado. Lo ha sido en Madrid contra miembros del Gobierno Rajoy e incluso recientemente contra el ministro de Fomento.

Son todos ellos casos intolerables, de matonismo que persigue coaccionar y expulsar a los agredidos. Deben ser condenados con toda firmeza y sobre todo no deben de ser provocados por ninguna organización política responsable. Aquí es donde el discurso de queja del vicepresidente Iglesias resulta insuficiente. Alentó, no hace mucho tiempo, el acoso domiciliario, llamándolo de forma temeraria jarabe democrático, un juego de palabras que trae a la memoria el jarabe de ricino que otras hordas igualmente fanáticas dispensaban a sus rivales durante la Guerra Civil. Su cónyuge llegó a señalar públicamente algún domicilio privado contra el que lanzar la rabia colectiva. Alentar abiertamente los instintos más bajos e irreflexivos, para transformar a un grupo civilizado en masa vociferante, es una vieja táctica de todos los populismos, siempre eficaz.

No se ha escuchado al vicepresidente lamentarse por esas otras víctimas o proponer acuerdos o medidas entre los partidos políticos que destierren dichas conductas de la vida pública. Solo su problema personal elevado a categoría universal. No es extraño en una organización cuya democracia interna ha claudicado en favor del caudillaje y del nepotismo.

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